Para mi lectora más dedicada. Ali, no te canses de corregirme.
Penélope, como cada atardecer desde hace ya muchos años -«demasiados», pensaba-, cogió su bastidor y se sentó mirando a poniente, en la más alta terraza del palacio de su marido. Mirando al poniente, que para ella era mirar al mar impasible que cada ocaso se tragaba la luz del mundo, como en tiempos se tragó a su marido y todavía no se lo ha devuelto. Escruta el horizonte cada atardecer en busca de una señal acerca de su perdido Ulises, aunque sean unas velas negras…
Se mira las manos. Ya no son las manos de una joven casadera, suaves de mil cuidados, como lo eran cuando Ulises se marchó. Ya no, porque tuvo que gobernar la casa de su esposo en su ausencia. Ya no es aquella joven deseada por su belleza y su virtud. Si ahora era deseada, era por otras causas. El tiempo de la belleza ya pasó, se marchitó como el cantueso al final del verano.
Una suave brisa le trae los olores del crepúsculo: tomillo, romero, retama, espliego, genista, salitre, acariciando su rostro con la ternura de los últimos rayos de sol. Es la amabilidad del Gran Verde, como los egipcios llaman a este mar que baña todas las tierras. Sombras rosadas se filtran entre las ramas de los árboles del jardín. Una abubilla despierta; Argos se duerme a sus pies. Abajo, Laertes recoge las yuntas, y más allá, el mar se deshace en la playa. Ítaca nunca se vio tan bella.
Pero no todo es calma. Penélope agacha la cabeza de verguenza al comienzo del crepitar de las candelas, que despiertan el ruido de las cráteras mezclando vino, y con ellas, los usurpadores de la casa de Ulises comienzan su día. «Ulises no permitiría esto»-piensa. «Pero, ¡ay! ¿Dónde estás, amado esposo? Hace mucho que te marchaste y todavía no has regresado cuando muchos otros retornaron ya a sus casas. ¿Acaso has encontrado otro hogar, otras esposa, y otros siervos más fieles? No puedo saberlo, pero no seré yo quien deje de serte fiel, y, cuanto menos, seré fiel a tu memoria».
Desalentada, Penélope vuelve a mirar sus manos, y el bastidor que sostienen. Mira la cara de Palas sobre el horizonte de un mar bordado, para ser la mortaja de su suegro -todavía vivo. Ya casi lo ha terminado, y bien sabe qué significa. En un acto ya común, empieza a quitar puntos, sin apenas mirar. Deshace su trabajo de todo un día, para, indigna, cumplir la promesa de buscar un nuevo esposo, a la falta de Ulises, siendo infiel así a los votos hechos a su marido.
Mientras realiza este trabajo, mira al mar. Siempre mira al mar. Y siempre sueña cuando mira al mar. Sueña que un día por fin su amado Ulises aparece por el horizonte cortando el atardecer, imponente en su nave. Sueña con que expulsa a los pretendientes, y finalmente la abraza, para no soltarla, cumpliendo la promesa de que volvería, y que no va a abandonarla nunca más. O sólo sueña con un barco que traiga noticias.
Y entre sueño y sueño, últimamente está más inquieta. Cada atardecer, cuando se sienta en la terraza con el bastidor entre las manos, ve a los lejos una mancha que rompe la nitidez lineal y luminosa del horizonte. «¿Será aquel el barco de Ulises? ¿Por qué no viene a mi?» Pero termina desapareciendo en la oscuridad, y Penélope, desilusionada y sin esperanzas, achaca dicha visión a los estragos de la edad y la espera -esperanza- en su vista. Pese a ello, nunca se cansa de soñar naves acercándose por poniente. «Mañana llegará…»
¦•¦
– Mi señor Ulises, ¿por qué no volvemos ya al hogar, que tan cerca como a nueve olas lo tenemos?
– Temo que la bienvenidad no sea la esperada. Esperaremos. Sólo un día más…
Sencillamente, maravilloso.
Maravillosa toda la mitología griega. Qué grandes sabios los griegos y aquellos que hoy día aún se interesan por sus aportaciones al mundo.
Besos!
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