Pensamientos sobre el discurso identitario en Extremadura.
Soy extremeño, de un pueblo, y siempre he sentido apego por el terruño. Soy de campo y mi sueño es poder terminar viviendo en mitad del campo. Pero nunca he sentido un sentimiento de identidad con Extremadura, nunca he pensado, y nunca he tenido a mi alrededor, ninguna muestra de sentimiento nacional extremeño. Nunca en mi formación. De hecho, siempre ha habido un apego especial a los símbolos democráticos, y rara vez se hacía referencia a símbolos precedentes. No conocía más símbolo de Extremadura que su escudo, su bandera y su himno constitucional. Hasta que me fui a Andalucía, donde he vivido casi diez años. Allí, en contraste, se respira espíritu nacional por todas partes; tiene muchas dimensiones, que son capaces de convivir en diferentes espacios del espectro político. Ahora que entiendo los porqués del pensamiento identitario andaluz (y habla un marxista, con toda la opinión subyacente sobre las nacionalidades que se asocia), entiendo mejor la situación de Extremadura. De este modo, lo que siguen son pensamientos dispersos sobre los motivos por los que creo que Extremadura carece de base de ese pensamiento identitario, los encuentros y desencuentros con el nacionalismo andaluz, las claves constructivas de un pensamiento propio y los posibles proyectos que ahora en el siglo XXI puede acometer un pensamiento identitario extremeño. Voy a ser polémico desde el momento en que no voy a citar nada de bibliografía: me baso en mis estudios, percepciones y juicios, pero estos pueden estar perfectamente incompletos y que cualquier referencia cambien parte o totalidad del discurso. Los pensamiento son provisionales, incompletos, imperfectos, escritos a vuelapluma o tendenciosos; el espíritu que los guía no.
1.- Sin historia, sin intelectuales, sin memoria
Como suele pasar cuando se quiere hablar de la identidad de una nación, se suele considerar el terreno de la historia el primero donde buscar raíces. Los rancios historiógrafos españoles se van a Séneca, o a los visigodos, o a la Reconquista. Eso me tendría que llevar a mi a los compartidos lusitanos, a Emérita Augusta, o si me quiero poner liberal a los Aftasíes de la Taifa de Badajoz. Pero obviamente no voy a cometer este absurdo. Más pedrestre y en consonancia con la realidad material sería sacar a relucir las comunidades de villa y tierra en su correlación con la pluralidad de «extremaduras» que atraviesan la península para cada uno de los reinos cristianos, en su expansión al sur contra los reinos musulmanes (no en vano, Soria sigue teniendo en su escudo el lema «Soria pura cabeza de estremadura»). Pero esto me obligaría a abrir un melón socio-económico y político que me excede de momento. Prefiero quedarme con la Extremadura que hoy está presente, que sería la extensión de la estremadura leonesa (aunque Badajoz fuera atajada por Castilla).
El miajón de los castúos apunta a los conquistadores, los pioneros que marcharon al Nuevo Mundo con afán evangelizador, ambición aristocrática, y espíritu asesino: esa es la entrada en la historia de Extremadura. Si se pone por caso que aquí tiene origen el sentimiento de extremeñidad, pobre legado. Dejo a un lado la polémica leyenda negra: tenemos a unos pobres muertos de hambre (los pizarros y corteses menos, lo Juan Nadie más) en una tierra que no medra (en aquel tiempo tampoco es que fuera exclusivo de Extremadura) que deciden dejar la tierra donde han nacido y han crecido y, con suerte, no volver a ella. El motivo es la promesa de una buena vida, de riqueza y de nobleza, si hacen un viaje peligrosísimo a través del océano y una vez en un tierra hostil son capaces de sobrevivir a enfermedades, posiblemente guerra, y demás penurias, con el convencimiento de que tal vez un pedacito de todo aquello les correspondería. Oye, conquistaríamos América, pero fue un intento desesperado de huir de la peste. El único rendimiento que sacó Extremadura como región (que no su población), fue un puñado de hidalgos convertidos en aristocracia media que se dedicaron a acumular lo poquito de tierra que la Orden de Santiago (especialmente, aunque no la única) dejó sin posesión. Porque, esa es otra, la despreocupación e incapacidad de los reyes cristianos de administrar las conquistas a los moros se las dejaron a precio de saldo a quien quisiera tomarlas, y ahí estaba la Iglesia, reclamando todo aquello que la sombra de su culo cubriera. Así, Extremadura entra en la Modernidad con un superavit de curas con poder administrativo y de hidalgos con más intereses fuera que dentro.
Aun suponiendo que este pudiera ser un origen para Extremadura, pasan casi cinco siglos sin que casi nada ocurra aquí. Bueno sí: Extremadura, por su situación fronteriza con Portugal, se convirtió en campo de batalla permanente especialmente del siglo XVII hasta las guerra napoleónicas. A uno y otro lado había escaramuzas, asaltos y pillaje. Lo único que se ganó fue Olivenza. Por lo tanto, citar a los conquistadores no resulta relevante como origen, al menos no como un origen positivo. Si nos basamos en esta soez simplificación de la historia de Extremadura habría que decir que nuestra identidad nacional se basa en la economía de subsistencia, el vasallaje y el clericalismo. Extremadura, un país feudal. Esto no sólo no es satisfactorio sino que, además no constituye identidad de ningún tipo, porque nada no hay nada diferencial que particularice esa estupidez que podría llamarse el Ser de Extremadura. Ser esclavos no tiene nada de especial.
Sin embargo, todo esto son desbarramientos históricos en una confusa simplificación. Se podría realizar el mismo movimiento que con el resto de nacionalismos: al no encontrar ningún evento positivo se podría declara que, de hecho, hemos sido históricamente oprimidos por extranjeros y que por eso Extremadura necesita una nación propia, para sacar sus potencialidades desde dentro. Pero no hay prueba de que un nacionalismo de este tipo sea satisfactorio. En este orden, podríamos unirnos al castellanismo, que proclama que la «idea de Castilla» ha sido rapiñada por el poder central, y que realmente como región histórica ha sido tan olvidada como el resto. La cuestión diferencial no parece estar en unos motivos identitarios fuertes (que podemos encontrarlos aquí, por supuesto), sino históricamente en una relación con el ejercicio poder. Castilla podría decir que ha sido la región dominante en el contexto español a causa de su poder central con respecto a las regiones periféricas (basicamente todas con respecto a ella); sin embargo los castellanos no se ven representados en esa relación (al final todo el odio va para la capital, como es natural). La cuestión está en cómo se construye ese imaginario de relación con/contra el poder. Para eso están los intelectuales.
Intelectuales extremeños haberlos haylos, pero a diferencia de otras regiones la relación que tenían en principio con su región era desde afuera y desde arriba. No es que el «regionalismo» extremeño —regionalismo porque se asumieron que no había acumulación suficiente de tonterías para ser una nación— empezara después que el resto: tal vez todo empieza en 1790-92, con la creación de la Real Audiencia de Extremadura y acompañada de dos eventos intelectuales. Primero, y relacionada directamente con la institución de justicia, el discurso de Arias Mon y Velarde de apertura en 1792 titulado Informe sobre el estado de la agricultura en Extremadura, y que se considera escrito por el ribereño Juan Meléndez Valdés (paisano), o al menos inspirado en uno de sus propios escritos; segundo, al publicación por parte de Miguel Ignacio Pérez Quintero del libro La Beturia vindicada. El primer texto es un informe sucinto sobre los problemas, no sólo agrícolas, sino económicos en general, que tiene la región, y los proyectos que se pueden acometer para mejorar la situación; el segundo es la descripción y defensa de la región histórica de la Beturia romana, que incluye Huelva y Badajoz. Ambos textos se sitúan desde el primer momento desde la conciencia de una región ahogada: si Extremadura va por detrás de otras regiones ha sido por las deficiencias políticas y administrativas que la han acompañado desde su constitución como región propia. Sin embargo, su buena voluntad lleva el problema de quien habla desde arriba, y eso no se lo quitarán los intelectuales extremeños hasta el siglo XX.
El problema es sencillo de expresar, a mi juicio: Extremadura ha carecido de instituciones superiores de educación hasta la segunda mitad del siglo XX. Por supuesto había instituciones pequeñas e independientes, pero Extremadura fue la última región de España en tener Universidad (1973). Esto generaba dos deficiencias conectadas: los hijos de las clases pudientes se iban a estudiar fuera (especialmente a Sevilla, y después Salamanca o Madrid), dejando en barbecho la producción intelectual autóctona. A esto se añadía que, al estudiar fuera, creaban relaciones económicas fuera, con el pensamiento mercantil exterior, que hacía, obviamente, a Extremadura un erial sin salvación. Tal vez mantenían su residencia aquí pero llevando sus inversiones fuera, lo cual impidió el desarrollo de un proletariado propio. Aquí se mezclan muchas cosas: lo que digo es que sí había una nobleza ilustrada y una burguesía comercial presente (aunque escasa), pero que no poseía una conciencia regional fuerte, y quien la poseía se centraba en lo etnográfico-folclórico; mientras, la inexistencia de un proletariado industrial y urbano con conciencia de clase dejaba la reflexión emancipadora en el agrarismo, que se nutría de otras regiones donde sí había una conciencia de clase más desarrollada aunque fuera eminentemente agraria (como Andalucía).
La cuestión es que los intelectuales extremeños del siglo XIX, momento en que nacían las principales ideologías nacionalistas, no reflexionaban desde el solar extremeño, sino hacia Extremadura. Al haberse educado a través de prismas ideológicos muy enmarcados en los problemas y las dinámicas propias de otras regiones, lo que se hacía era deformar los problemas para adaptarlos a soluciones foráneas. Esto viene del mismo Meléndez Valdés: su buena voluntad buscaba tratar los problemas económicos y agrarios de Extremadura a través de dinámicas ilustradas que tenía buen asiento en la teoría y desde Madrid o Valladolid, pero que no abordaban las dinámicas políticas internas de la región. Los intelectuales de clase acomodada tardaron mucho en mirar directamente a la situación de la región sin tener que pasar por el oscurantismo folclórico (algo clave en José López Prudencio, por ejemplo); y los de clase obrera tardaron en darse cuenta de que tenían que dejar de fijarse tanto en Andalucía y empezar a tener un pensamiento propio. Tuvimos grandes figuras, como Antonio Elviro, por ejemplo, pero este ni siquiera llegó a tiempo al 98, y además fue asesinado por los sublevados en diciembre del 36 (hay quien dice que es el Blas Infante extremeño). Y claro que tenemos intelectuales que han pensado mucho sobre la región y su historia e identidad (y los he leído, aunque no los cite), pero se suele hacer desde el complejo del terruño, de la pequeñez inducida materialmente que bloquea otras ramificaciones o posibilidades.
Esta dependencia de la intelectualidad venida de fuera es uno de los puntos clave de la falta de memoria, y tal vez una de las claves de que en Extremadura la incidencia de los símbolos constitucionales haya sido mayor. La falta de memoria y el vuelco a lo folclórico ha sido la norma desde la Guerra Civil. Por un lado, mientras que Blas Infante es recordado y homenajeado en toda Andalucía, aquí en Extremadura, hasta donde yo sé, no hay calle, plaza, estatua u honor que recuerde a Antonio Elviro, pero tampoco a José López Prudencio, y escasamente a un ilustrado reconocido (aunque mediocre, todo hay que decirlo) como Meléndez Valdés. Sí hay reconocimiento a los poetas laureados del parnaso extremeño, como Luis Chamizo, pero este resultó ser un buen aunque tímido colaborador de los sublevados (y antes en la dictadura de Primo de Rivera). No afecta a su poesía pero sí a la mirada que echamos sobre ella, porque de repente aparece el ideal viril hispánico sobre el extremeño y a uno le dan temblores. Y es que nos encanta la literatura, porque esta es ajena a la política. Del mismo modo que no se recuerda a los intelectual que intentaron hacer algo por el progreso de Extremadura, nos cuesta recordar también a quienes la aniquilaron: la provincia de Badajoz es la segunda de España (después de Sevilla) con mayor número de represaliados durante la Guerra Civil; por aquí pasó la «columna de la muerte» de Yagüe arrasando con todo; aquí fue donde los latifundista se hicieron con más terreno, y en Extremadura están las fincas de mayor extensión de España (en Alía, en Valencia de las Torres,…); aquí es donde venían los potentados del franquismo a cazar. Y como esa estructura no cambió, ni entonces ni en la Transición ni tiene visos de cambiar ahora, quienes gobernaban y gobiernan se dieron a la dulce lotofagia y lo que nos dejaron fue presente democrático de toda la vida.
La guinda de este pastel es que sí que tenemos memoria cercana que reivindicar: desde hace años se reivindica el 25 de marzo como día de la región, día de 1936 en que más de sesenta mil campesinos extremeños se levantaron y ocuparon las fincas de latifundistas en toda Extremadura. Fue el día en que los oprimidos tomaron conciencia y actuaron, y dieron en el centro de los problemas de la región desde el origen: la relación de poder con la tierra. Sin embargo, el día de Extremadura se hace el de la Virgen de Guadalupe (patrona de la región, 8 de septiembre), porque al barón mayor del reino, su ilustrísima Don Juan Carlos Rodríguez Ibarra, alias bellotari, se le apareció la virgen en sueños. Su movimiento político era obvio: es preferible que el día coincida con una tradición religiosa a que lo haga con un evento político partidista para el mantenimiento de las relaciones de poder tradicionales. Y lo consiguió: de 1982 a 2007 (24 años) gobernó con soltura, y, exceptuado el penosísimo «Monagato», el PSOE sigue siendo fuerza principal en la región. Aunque una cosa sí es cierta: Extremadura fue una de las regiones donde más pronto se hicieron homenajes a los represaliados del franquismo, pero fue por el mismo motivo: al tomar la iniciativa controlaban el discurso, complacían a los potentados de la región, y se evitaba la embestida por parte de grupos más radicales. El poder. Si la poca intelectualidad presente, escriba de la historia, es aplastada y olvidada por el poder, es normal que andemos con estos lodos.
2.- Andalucía como espejo
Andalucía tuvo una suerte que ha sido su bendición y su perdición: mantuvo con más fuerza el remanente de tradición pre-re-cristiana, tuvo una importancia político-militar relativa al ser la puerta de África y del Mediterráneo, y adquirió una importancia económica inesperada al convertirse en la Puerta de América (bueno, Andalucía occidental, que el debate con Andalucía oriental es otra cuestión). Es decir, el poder central tuvo interés en tener una presencia importante en la región, pero, obviamente, no fue una presencia integradora, sino colonizadora, administrativa, como hace todo poder central (que esto pasa en todo país que se precie). De ahí una de esas características tan preciosas del nacionalismo español: todo el folclore andaluz sin Andalucía. La presencia extranjera por los intereses comerciales pone su foco en el exotismo, que homologa a la totalidad de España, y España, mientras el flujo de dinero y mercancías se mantenga a quienes corresponda, va a mantener y potenciar esa fijación del extranjero por lo folclórico hasta que el opresor se identifique culturalmente con el oprimido. Porque los ricos no tienen otra patria más que el dinero, y si hoy tienen que ser flamencos y mañana baturros, el acento es algo que se coge con la práctica.
En ese espacio de indefensión colonialista, como región eminentemente agrícola y empobrecida están claros los motivos por los que Extremadura se fijó en Andalucía. Pero esto trajo problemas de otra índole, que divido —así, a lo loco— entre divergencias económicas, culturales y geopolíticas. Todas forman parte del mismo mogollón, y son inseparables, pero hay que hacer eso de separar para describir claramente, aunque sea sólo en apariencia y al final todo quede en el mismo montón confuso. La cuestión de unidad histórica es la siguiente: ambas regiones son pobres en términos de Modernidad, es decir, tienen poca industria, un tejido urbano pobre y la mayoría demográfica se dedica a la economía de subsistencia; ambas a consecuencia de su pobre desarrollo, han sido tratadas (su población) como regiones atrasadas en términos culturales, lo que ha llevado a un racismo interno y desprecio por parte de las regiones más desarrolladas; y, por todo esto, la lucha de ambas se ha centrado en el reparto de la tierra para acabar con la subsistencia y que la población tenga un sustento y una vida digna y darle la vuelta a la causalidad racista: no somos pobres por ser ignorantes, somos ignorantes por ser pobres. Con el corolario de que la pobreza ha sido obligada (muy en general). Pero todo esto lleva necesariamente a divergencias.
La riqueza de Andalucía se puede cifrar mucho mejor desde la acumulación primitiva que en Extremadura. Andalucía siempre ha mantenido, casi por contingencia histórica, unos medios de producción muy desarrollados, que simplemente fueron expropiados tras su conquista por las huestes cristianas. Sí, fueron devaluadas por su ineptitud, pero el casi inmediato descubrimiento de América y el mantenimiento de puertos importantes en Sevilla, Cádiz o Málaga hizo que el entramado comercial se mantuviera estable, al menos, hasta la pérdida del imperio colonial (y entonces llegaron los británicos, así que ni tan mal). Las reivindicaciones andaluzas pasaban por la devolución de los medios a los trabajadores; eran los sangrantes señoritos y terratenientes los que mantenían artificalmente unas condiciones de vida pésimas para controlar a la masa. Esto también pasaba en Extremadura, como en todas partes, con la diferencia que en Extremadura en origen los medios de producción fueron eminentemente pobres debido a una conquista destructiva, a una repoblación mediocre y a un dejamiento administrativo letal. Era tierra quemada, sin infraestructura, o con una infraestructura muy mermada. Lo que supusieron los intelectuales y los braceros que ese 25 de marzo ocurriría al tomar la tierra de los latifundios era que se devolvía la propiedad a sus legítimos dueños, quienes la trabajaban, pero el reparto de la tierra no era una solución como tal, porque la pobreza endémica de los braceros hacía que no tuvieran los medios adecuados para la explotación ni para la organización de la tierra. En Andalucía, al menos en algunas regiones, sí existía una infraestructura que incluso casi se consigue articular durante el Trienio Bolchevique en Córdoba. Pero en Extremadura, sin un entramado económico fuerte (y aquí me pongo ortodoxo) las posibilidades de una revolución siguiendo el modelo de las que se amagaban en Andalucía fue un lastre. Pero claro está: nuestros intelectuales estudiaban en Sevilla.
A este respecto, Extremadura ha sido víctima de la homologación cultural con Andalucía por ser Sur y pobre. Se suele decir que Badajoz tiene más en común con Andalucía que Cáceres, que sería más leonesa; pero por lo general, al ser Andalucía la puerta de entrada de lo extranjero las primeras impresiones folclóricas son las que permanecen, y eso no ha afectado sólo a Extremadura sino a toda Castilla. También, se ha hecho carecer a Extremadura de imágenes culturales fuertes propias, y ha quedado relegado todo a la dehesa y la importancia del medio natural agropecuario y cinegético. Como se suele decir, de Despeñaperros p’arriba el mundo cambia. Y esto afecta, por supuesto, a Extremadura. El mismo proceso por el cual los opresores se terminaron identificando con los oprimidos apropiándose de su cultura se ha dado en gran parte del resto de Castilla al extenderse este modelo cultural, que se afianzó durante la dictadura. Franco nos hizo pensar que las expresiones culturales principales andaluzas eran las de toda España, o al menos no lo impidió (tampoco es que este hombre hiciera nada bien, excepto matar). Es un proceso que se venía fraguando durante todo el siglo XIX pero que el tradicionalismo generalizado de la dictadura llevó al paroxismo. Y lo único que se consiguió fue el vacío cultural: al implantar expresiones culturales de forma artificial se desplazaron las autóctonas. Esto no es malo por sí mismo (al contrario de lo que pensaba Fanon), porque cada comunidad puede adaptar esas expresiones a su estar en el mundo; sin embargo las exigencias de pureza (es decir, de mantener inalterable los modelos impuestos desde arriba por motivos de marketing) impidieron que las comunidades adaptaran las expresiones culturales, creando un vacío donde ni queda lo primero ni asienta lo segundo, desarticulando toda posibilidad de identidad en tradiciones propias devaluadas. (De todas formas, todo esto es lo más dicutible hasta ahora, y es muy modificable, porque estoy hablando exclusivamente de la cultura que llega desde arriba, de la imagen que se impone, y no, por ejemplo, de las expresiones que llegan desde abajo, como la rumba catalana, que sí fue una adaptación y fusión de diferentes expresiones).
Lo que queda es una Extremadura que quiere ser Andalucía en su lucha sin tener la infraestructura andaluza y con una conciencia andaluza (de sur cultural folclórico) inducida que no se asienta adecuadamente. Andalucía es un espejo en que mirarse, por supuesto: han conseguido con esfuerzo y sangre, pero —y aquí sale el leninista— no se ha llevado a cabo el análisis concreto de la situación concreta. El tema cultural, por ser el más visible inmediatamente, parece ser el más acuciante en términos identitarios, pero aquí funciona como una cortina de humo. La hipóstasis cultural es indiferente en un primer momento para el verdadero problema, que es la falta de infraestructuras de todo tipo, y que además tiene que adaptar su crítica a la articulación del territorio. Si se obvia esto, se está centrando el discurso en temas bizantinos que, por muy importantes que sean, sus resultado no desarrollan una estructura material que establezcan sobre bases seguras un sentimiento de pertenencia. Morirse de hambre con mucho salero no es cultura. Y aquí es donde aparece el problema geopolítico. Superando la contingencia histórica de este hecho, no es posible homologar el discurso emancipador andaluz al extremeño en los mismos términos económicos porque la estructura misma del flujo económico es diferente. Mientras en Andalucía los puertos se abren al mundo y se dirigen al interior, en Extremadura las vías van en cruz: desde el interior de España a Portugal y con conexión norte-sur. Es una tierra intermedia, centrada en el intercambio interior (la famosa Ruta de la Plata) y terrestre, desde el mar (incluyendo Portugal) hacia las tierras interiores. Todas las escaramuzas en los múltiples conflictos con Portugal se podrían haber convertido en una fuerte industria manufacturera interior que recibiera materias primas tanto desde Lisboa como desde Huelva o Sevilla. Aquí es donde aparecen nuevos elementos: Andalucía es espejo y hermana, pero eso suele hacer olvidarnos de Portugal, pero también de León (y más a mi, que soy pacense). Los motivos para pensar una identidad extremeña son más diversos de lo que suele figurarse. (Todo esto es tramposo. Las similitudes con Andalucía son electivas y contingentes a una forma de pensar las relaciones productivas en el campo, que son de las que parto. Básicamente el problema es del latifundio. Si en Extremadura predominara el minifundio, muchas expresiones culturales nos acercan más a Castilla y a León, dependiendo de si se habla de Badajoz o de Cáceres. Creo que es no es lo más relevante, pero es indiscutiblemente discutible).
3.- Motivos para una identidad
A la hora de encontrar elementos que puedan ser susceptibles de constituir una «identidad extremeña», a priori lo que salta a la vista es su carácter espurio: estos elementos parecen manufacturas de segunda de otros sustraídos (o inducidos) por las comunidades que rodean, y a veces su carácter es castellano, otras veces andaluz, y las menos (por su franja de acción) portuguesas. Al contrario que en otras regiones, la identidad extremeña se construye de forma negativa (con la excepción de algunos elementos culturales). No se trata, tampoco, de mirar al pasado para traer cosas al presente, sino de buscar en el presente elementos que puedan conformar ese particularismo que defina una relación colectiva y que, como criterio plenamente emancipador, no sea excluyente. Es algo complicado, porque las consideraciones identitarias siempre llevan a la exclusión: es algo que yo tengo y tú no, por eso soy diferente, especial, lo que sea. El objetivo, por lo tanto, sería ir no a una identidad de contenidos (lengua, religión, costumbres, etc.), sino a una identidad de la forma, es decir, elementos particulares que constituyan modelos o estructuras identificables en términos globales como humanas pero que han tenido un desarrollo concreto en relación a una serie de condicionantes que han dado lugar a unas relaciones concretas, pero no exclusivas. Y esto es muy complicado.
Espacio histórico. He dicho que no hay que buscar la identidad en el pasado… pero eso no quiere decir que no ayude a encontrarla en el presente, y que sea una ayuda, además, para encontrar otros enlaces con diferentes espacios. La cuestión no está en mirar a la «conformación nacional» en torno a pueblos o naciones diferenciadas, sino a la articulación histórica de las relaciones de diferentes comunidades en relación al territorio. Es una forma de darle la vuelta el binomio Estado-nación (más territorio): un Estado se yergue en la relación de un pueblo diferenciado arraigado (nacido) en un territorio concreto que funciona como madre patria. El giro se hace eliminando la idea de nacimiento arraigado, y fijándose sólo en las relaciones políticas, económicas, sociales, culturales, etc., de comunidades humanas en un territorio determinado, independientemente del origen o particularidades de estas comunidades. (¿De esta forma podríamos alcanzar el ansiado pero malogrado Estado-unión de Gorbachov? Tampoco nos pongamos místicos).
Extremadura se ha dividido, por lo general, hacia el oeste y hacia el sur, y raramente hacia el norte y hacia el centro de la península. Esta es una descripción vaga. Pienso sólo en divisiones más o menos claramente establecidas, es decir, a partir del periodo romano. Es cierto que la estructura era similar a la previa, con una presumible influencia tarteso-turdetana que ocupaba el cauce bajo del Guadalquivir y que extendía su influencia hacia el Guadiana por las actuales Huelva y Badajoz. Esta región, que se despliega en el curso medio y bajo del Guadiana en dirección al Guadalquivir se llamó por los romanos Beturia, y entraba en el área de influencia comercial y política primero de Gádir y luego de Itálica e Hispalis. Beturia quedaba al sur en el contexto de la Bética, y al oeste y norte del Guadiana se constituyó la Lusitania. Ésta articulaba en el cauce bajo exterior del Guadiana a los célticos (que se extendían por el Algarve actual), en el centro de Extremadura, junto al río y sobre el centro de Portugal los llamados lusitanos, y hacia el norte en torno al curso medio del Tajo y extendiéndose hacia la actual Castilla y León los vetones. Las diferencias materiales que se establecen entre ambas divisiones marcan una tendencia general a lo largo de la historia del territorio.
Las regiones al sur y este del Guadiana (incluyendo a los célticos, los cuales se consideran bastante urbanizados en relación al entorno) tenían una relación más cercana y se nutrieron de las colonias fenicias del sur de la Península, y se conoce un fuerte intercambio comercial y cultural que desarrolló a los pueblos de la zona. Las regiones al norte del Guadiana, al encontrarse lejos de los centros de comercio desarrollados del Mediterráneo, seguían siendo, por lo general zonas más rurales y con mayor producción ganadera. Tal vez por motivos administrativos de conquista, los romanos mantuvieron la división del territorio constituida por las relaciones exteriores. Pero la articulación se mantuvo porque resultó satisfactoria en términos administrativos y económicos. Los visigodos no alteraron esta división (tampoco es que aparentemente les preocupara), y los musulmanes tampoco. Las divisiones administrativas del Califato de Córdoba son muy similares a las romanas: la Beturia, el Algarve y parte del Bajo Alentejo correspondían aproximadamente a las coras de Labla, al-Fagar y Mārtulah respectivamente, integradas en la «provincia» de Garb al-Ándalus. Al otro lado del Guadiana (y, al parecer, con mayor extensión hacia el sur, tomando territorio de Beturia), se extendía al-Tagr al-Adna, la Marca inferior, que correspondía a grandes rasgos con la provincia de Lusitania (y cuya mayor cora, la de Mérida, ocupaba prácticamente la totalidad de la provincia). Aunque desconozco en qué medida las divisiones económicas se mantuvieron, lo que sí es cierto que la importancia de Mérida como centro económico y administrativo creció desde que fuera capital de Lusitania (también fue una importante capital visigoda). Más tarde, con la caída del califato, la Taifa de Batalyaws [Badajoz] dominó el territorio correspondiente a la Marca Inferior y en parte dominó todo el territorio correspondiente a la actual Extremadura (con el movimiento de fronteras que había entonces), y fue bastante rica, conocida por sus caballos y su producción hortícola.
Esta articulación del territorio se ve transformada con la conquista de los reinos cristianos del norte de la península, en lo que implica a Portugal, León y Castilla. En su extensión vertical desde el norte, las estremaduras quedaban en toda la extensión de la frontera horizontal con los reinos musulmanes. Pero las transformaciones administrativas durante la conquista modificaron la relación en el entorno político-económico. La constitución como reinos independientes genera, curiosamente, fronteras, las cuales, por lo general, no se permite cruzar a no se que se tengan buenos motivos o buenas excusas. Portugal toma toda la franja atlántica y su estabilidad político-territorial desgajó todo un espacio de relaciones al otro lado del Guadiana y en el Bajo Tajo (aunque quedara por ahí Olivenza). Las relaciones entre León y Castilla son algo más complejas (básicamente por culpa de Castilla). Digamos que el desarrollo tripartito fue más o menos homogéneo desde el siglo XI, pero desde ese momento los conflictos dinásticos con Castilla terminan confundiendo los alcances políticos de ambos reinos, que a veces estaba unidos y a veces no. En el siglo XIII se da una unión definitiva bajo la primacía del reino de Castilla, y esto afecta al desarrollo de la conquista, y su la correspondencia al reino de León se para en el norte de Extremadura, y es Castilla quien toma la delantera cortando el paso en Badajoz y alcanzando toda Andalucía y sus respectivos reinos (lo mismo le hizo a Aragón con Murcia).
La relación con el territorio se modifica en este momento histórico —y voy a ser terriblemente simplificador ahora— por condiciones político-militares. La viril conquista. En términos muy generales, las conquistas previas se hicieron sobre un territorio ya poblado, al que se adaptaron las estructuras administrativas (al menos eso es lo que dice la historia mainstream sobre las conquistas romanas, visigoda y musulmana). Existía un tejido productivo que, sí, se vio afectado por la conquista, la muerte y esas cosas. Pero no hubo un desplazamiento intencional de la población. Por eso, a grandes rasgos, se mantienen las relaciones económicas entre una periferia (Beturia) más cercana a los centros comerciales y un interior (Lusitania) que va desarrollando progresivamente un comercio y una industria interior con centro en Mérida (o Badajoz más tarde). Sin embargo, la conquista cristiana, y sobre todo los conflictos permanentes de frontera, sí desplazó a la población (más visiblemente por motivos culturales, pero no sólo), y dejó grandes espacios despoblados. Y las políticas de poblamiento no ayudaron: mientras que en las primeras zonas de conquista más al norte dominó la presura, donaciones a colonos de forma muy individualiza o incluso espontánea de ocupación del territorio, al sur del Tajo dominó el repatimiento, la donación de grandes extensiones de terreno a los nobles y órdenes religiosas que habían participado en la conquista. La velocidad de la extensión al sur del Tajo junto con la falta de colonos para tanto terreno obliga a los reyes a librarse de la administración de esas grandes extensiones despobladas para recibir sólo las rentas feudales. Pero sin población no hay economía. Y en esas seguimos.
Es una cuestión un poco tonta la que planteo, realmente. Es cierto que el desplazamiento de la población desestructuró el territorio, y las dinámicas de conquista que, por ejemplo, siguieron otros modelos en Portugal, podrían haber generado otra estructura de relaciones, esta vez norte-sur vía nacional 630, pero esto ha sido más una vejez romana que un elemento articulador de suyo. Y resulta que lo ocurrido durante la conquista de Andalucía fue ligeramente diferente en torno a la población. La articulación se rompió: (la futura) Extremadura quedó en tierra de nadie, como también La Mancha. Frente a un mayor minifundio al norte del Tajo (también Extremadura, ojo), la forma dominante de la posesión de la tierra fue el latifundio, lo que impidió la iniciativa privada a pequeña escala y la dinamización del comercio interior. Las relaciones con el entorno (con la frontera, con una Andalucía costera comercial) se hacen alrededor de este vacío. Y desde entonces, como los derroteros económicos han ido por otros lugares, se ha mantenido esta situación, y ha sido lo que ha generado un potencial sentimiento de pertenencia. El elemento entonces que hay que destacar es la divergencia entre esas dos formas de entender la relación con el territorio en su entorno inmediato y de la población que contiene. Beturia/Lusitania, Marca Inferior, Extremadura.
Espacio cultural. Tal vez los elementos culturales, a diferencia del resto de personas del mundo, son lo que menos me afectan e interesan en la construcción de un sentimiento de pertenencia nacional. No por relativismo, ni por (en este caso) de españolismo militante, sino porque su contingencia y la posibilidad de compartir y mezclar elementos culturales entre diferentes comunidades humanas me parece algo maravillo que enriquece la experiencia y la vida. Pero… es algo también muy importante. Sobre todo se suele señalar hacia la lengua como uno de esos elementos principales de distinción nacional (y, por favor, el tema de la raza ni siquiera voy a considerarlo). Junto con la lengua, suelen considerarse elementos etno-folclóricos como artesanías, labores, fiestas, costumbres, gastronomía… pero también modelos concretos de relaciones comunitarias o con el medio natural. Esto alcanza a elementos de los que yo tengo un conocimiento informal por ser extremeño, de esa vida volkisch de la que se hace gala en la televisión regional, en las fiesta populares, o en las asociaciones recreacionistas. Por lo tanto un análisis concreto por mi parte puede ser deficiente, así que me atendré a ciertas estructuras globales.
Lo primero, la lengua. Dado que Extremadura es una región sin historia (reciente, los últimos 500 años), porque se ha visto atrapada en dinámicas que la han excluido de ella y se le ha hecho ir de la mano de otros imaginarios, no es que carezcamos de lengua(s): carecemos del conocimiento de ellas. También se aviene a esa complejidad histórica española que ha hecho de Castilla una marginadora de todo lo que no fuera su discurso. Por supuesto, en Extremadura se habla una variedad dialectal del castellano, con distinción entre en altoextremeño —mayoritariamente en Cáceres— y el bajoextremeño —mayoritariamente en Badajoz— (variedades dialectales cada vez menos diferenciadas entre sí y con el «español normativo», resultado de la educación pública y las telecomunicaciones, que tienen su parte liberadora y su parte opresora). Al bajoextremeño desde Luis Chamizo se le ha venido a llamar castúo, denominación con la que me siento cómodo aunque probablemente no se ajusta a las características lingüísticas del dialecto. Como variedad dialectal, como pasa con el andaluz o con el murciano, nos acerca como comunidad en lo que a exclusión se refieren, pues se suele trata como una forma inculta o analfabeta de expresión. Existen determinadas particularidades que hacen del castellano extremeño (como ocurre con el andaluz) un habla con personalidad propia cuya evolución, por sus relaciones con asturleonés, portugués y andaluz, podría ser más divergente de lo que se considera desde el «español», aunque se aleja de las posiciones más firmes del andaluz (que podría suponerse tiene una relación similar al napolitano con el «italiano normativo»).
Más interesantes son las lenguas propias de Extremadura: el estremeñu y la fala. El estremeñu es una lengua del tronco asturleonés, que aparece como una isla en la zona nor-occidental de la provincia de Cáceres, muy separado del remanente actual de lenguas asturleonesas. Esto se debe principalmente al aislamiento de la zona (recordemos Las Hurdes), y que se ha mantenido precariamente sobre todo en zonas rurales, como suele pasar. La fala es una lengua de la familia galaico-portuguesa, situada exclusivamente en el valle del Jálama con apenas unos seis mil hablantes. También está el portugués rayano, variedad dialectal del portugués alentejano, y que es testimonio tanto de la situación fronteriza de la región como del dominio portugués de parte de la región (como es el caso de Olivenza). Son lenguas en retirada porque, en términos pragmáticos, no son útiles: la comunicación ya no se da en comunidades pequeñas y cercanas sino que abarca a toda una comunidad de hablantes, por lo que se tiende a versiones normalizadas que excluyen los particularismo lingüísticos. Pero existen asociaciones que están preocupándose de su mantenimiento y difusión porque sí se entiende como parte de la identidad, de una identidad negada, de ese pudo haber sido. La existencia de estas tres lenguas en el territorio extremeño hablan de la deriva histórica, de una opresión o una serie de opresiones que no afectan sólo a la región Extremeña: el esquinazo de estremeñu y fala habla de la presión castellana, no sobre el reino de León (o el de Galicia), sino sobre la cultura propia de su población, con un desarrollo concreto que habla de sus relaciones sociales concretas. Lo mismo con la presencia del portugués, que habla de otra relación posible con el país vecino. Reivindicar estas lenguas (así como la variedad dialectal) es una forma de expresar la independencia y la autonomía de una población concreta. No implica que se rechace el español, o que aquí se hable mejor que en Guadalajara; implica la diversidad de una región que se quiere liberar de las opresiones históricas.
Algo similar se puede decir de las costumbres, las tradiciones, o las formas de relación social concreta que afecta a la vida rural (vida mayoritaria en la región, sólo catorce núcleos superan los diez mil habitantes). Derivado de la fama cateta o atrasada culturalmente de la población rural, pobre, viene ese folclorismo, ese sabor popular con el que se visten las tradiciones ¡Ojo! Tampoco soy partidario de «la tradición», que es, de hecho, una invención identitaria esencialista. Tal vez más adecuada sea esa expresión rancia de «usos y costumbres». Y es cierto que va más allá de las fiestas y las tradiciones entendidas desde lo folclórico: se tiene que hablar de una relación particular con el medio, un medio rural, agrario, que puede tener mucho en común con otras «sociedades campesinas» (se decía en los años treinta que el campesino español y el ruso se parecían más que el campesino y el burgués español). A esto hay que añadirle la forma de vida meridional, con la relación con las estaciones y el clima, los ciclos del campo, que son los que rigen las fiestas y, por supuesto, aunque no sea lo que más ilusión me hace, la forma en que la religión ha condicionado la vida social, y ver en qué medida cada uno de estos elementos se sitúa directamente sobre una identidad particular, o forma parte de un entramado que importa más o menos que sea ajenos, pero sí opresivo (servidor cero partidario de incluir la religión —cristiana católica, para más inri— en el sistema identitario extremeño). Ahí radica el centro de la crítica de los elementos culturales.
Espacio económico-político. Esto viene del tema de lo histórico, pero ahora toca situarse en el presente. Y aquí estamos jodidos. Todo viene de ese latifundismo rentista de una aristocracia que tiene más intereses fuera de la región que dentro, pero no sólo, porque ya no estamos en un sistema semi-feudal: ahora tenemos democracia, y llevamos casi cuarenta años de gobierno «socialista», de progreso, de bonanza. Debería haber servido de algo. Y, realmente, lo digo con toda la sinceridad del mundo, no sé qué lo ha impedido. A ver, sí lo sé, pero eso no quita que, precisamente en nuestro contexto actual, las posibilidades de desarrollo son diferentes, más flexibles, y si se han podido mejorar en gran medida los servicios públicos en términos similares a los de otras comunidades y regiones con características socio-económicas diferentes, algo sigue fallando en el desarrollo del conjunto en una situación de interdependencia económica. El vacío que dejó la conquista cristiana se mantiene. Un ejemplo muy ilustrador: el Corredor atlántico. Va de Algeciras a Madrid, sin cruzar Extremadura, sino por la línea habitual atravesando la Mancha y Castilla. Puro atlántico. Sólo se contempla accesoriamente una línea Lisboa-Badajoz-Mérida-Cáceres-Madrid y Oporto-Salamanca-Valladolid. Nada transversal, todo radial hacia Castilla. De hecho, una línea planificada en el sistema portugués (que sólo incluye el trayecto principal Lisboa-Oporto, el resto del territorio da igual) de Oporto a Vigo fue excluída por la UE, y no hay nada planificado para unir con el resto del Corredor ni Galicia, ni Asturias, ni Cantabria, que sólo están propuestas por las propias comunidades (y a Euskadi llega a Bilbao vía Valladolid porque no le queda más remedio que cruzar por ahí la frontera hasta Burdeos). Este ejemplo demuestra la falta de interés que ha puesto el poder central de España (y por extensión, la Unión Europea), en articular el territorio de forma homogénea, coherente, y fraternal en el sistema de relaciones internas del país.
Este es un problema con proyección internacional que lleva enquistado en Extremadura mucho tiempo: la inexistencia de una conexión ferroviaria de calidad. Extremadura es la única Comunidad Autónoma (aunque también hay provincias desgraciadas, como Teruel o Soria) sin Alta Velocidad, pero también sin trenes de larga distancia, y, de hecho, hasta finales del año pasado no teníamos red electrificada en Extremadura (y de la terrible media distancia mejor ni hablar). Se comenzó a poner con motivo del presumible futuro AVE Madrid-Portugal. Aquí otra brecha política y económica: cuando se va a poner un tren de calidad se hace para que Madrid tenga acceso a toallas y bacalao, no para que la región esté articulada y estructurada. Desde que se comenzó la industrialización y el tendido de una red ferroviaria en el siglo XIX se hizo para potenciar económicamente los Estados; al dejar desde entonces a Extremadura sin tren era dejarla a la cola del desarrollo industrial, comercial y económico, que es el que entonces traía de la mano también el progreso social. El caso, mantener a toda una región incomunicada de las principales vías comerciales es mantener a una región en el más puro solipsismo, porque el Estado no construye autovías y líneas férreas para que nos vayamos a Matalascañas, sino para mover tropas y mercancías. Simplemente, si una región no tiene las mismas comunicaciones que otra, no puede competir económicamente, porque son las infraestructuras, las condiciones materiales de la producción, las que ayudan a promover la producción. Podemos tener exactamente la misma capacidad productiva, o incluso mayor, en vino y cava que el Penedés, pero sin la capacidad de llevarlo a centros de consumo se hará vinagre en las tinajas antes de ser degustado en el barrio gótico de Barcelona. Y esto se refleja en una tasa de desempleo en torno al 20%, en ser una de las comunidades con un riesgo de pobreza de casi el 40%, o de tener una alta emigración (en torno a doscientos mil extremeños). Y esto lastra lo político.
Voy a hacer una concesión a la ficción y voy a decir que los políticos tienen buena voluntad y siempre quieren lo mejor para las regiones que administran en nombre de la ciudadanía. Y pienso desde el contexto del Estado español actual. Ahora ya no cabe retrotraerse a las deficiencias del pasado, las decisiones que no se tomaron, sino mirar a las deficiencias del presente y atajarlas. Y voy a pensar que los políticos quieren atajar las deficiencias… pero que lo tienen que hacer en un contexto de competición hostil entre las diferentes regiones. Es sencillo: si no tienes nada con lo que negociar, si no tienes capacidad de presión para que se invierta y se mejoren las infraestructuras, es muy difícil conseguir una modificación de las condiciones. Aunque Ibarra hubiera sido la mejor persona del mundo, la más comprometida con la tierra que gobierna, el escaso millón de habitantes y el menor PIB del Estado (por detrás de Melilla) hacen de Extremadura un destino poco atractivo para el dinero. Pero mientras no haya inversión e infraestructuras no se va a hacer una región atractiva y… se entra en un bucle. (Y eso a pesar de ser una de las regiones que más energía produce, y exporta más del 75% de la misma). ¿Cómo conseguir dinero para una región que no produce dinero? ¿Cómo convencer al Estado que desvíe parte del presupuesto para un millón de habitantes que podría hacer lo mismo para cuatro o cinco millones en otra provincia? Además, en una comunidad como la extremeña que no es la más grande, pero tiene las dos provincias más grandes del Estado, con la presión que eso implica para los presupuestos provinciales que necesitan mucha inversión.
Las decisiones políticas afectan mucho en término de relaciones interiores y con el Estado. Hoy se está viviendo, como se ve en los resultados de las elecciones y en la composición del Parlamento, cómo regiones olvidadas por la contingencia histórica están empezando a reclamar su propia voz fuera de los partidos institucionales. Se ha comprendido que la «fórmula institucional» no ha servido para nada: dentro de las regiones lo único que se ha conseguido es que una élite política relacionada con el poder central y que mira al poder central se apoltrone en dinámicas dictadas por los intereses centrales; a nivel estatal, las mismas élites políticas miran a las regiones para afianzar un poder que se mantenga en términos electorales. Ese es verdadero desprecio hacia las Comunidades Autónomas meridionales cuando se llamaba a los sempiternos gobernantes de PSOE «barones»: redes de poder caciquiles disfrazadas de democracia, donde sólo interesaba el gobierno en términos de prestigio e influencia. La fuerza, por lo tanto, se sigue situando en el propio electorado, que parece que empieza a tomar conciencia de los problemas estructurales. Aunque esto es peligroso, porque se da al mismo tiempo que la subida de la ultraderecha. Sin embargo, desde plataformas como aquella Refinería NO, que impidió la construcción de una refinería de petróleo en el término municipal de Los Santos de Maimona (entre este pueblo y Villafranca de los Barros), hasta la más actual Milana Bonita, que sigue manifestándose por un tren digno para la región, la ciudadanía conoce su medio, y conoce las necesidades y potencialidades de la región. Es un punto fuerte del cual tirar.
Lo que resta a todo este cúmulo de problemas y desvaríos es clarificar por qué he titulado a este apartado «motivos para una identidad» cuando lo único que he señalado han sido deficiencias, incapacidades, vacíos o problemas estructurales. Bueno, pues precisamente eso. Extremadura como entramado político, económico, socio-cultural (e incluso ecológico), se ha construido como un vacío en la historia moderna y contemporánea. Un hueco que se apoya en unas ruinas muy interesantes, unas raíces bien afianzadas en una estructura pasada funcional que ha sido, simplemente, ignorada por quien tenía el control del presupuesto. Sobre todos estos olvidos es sobre los que Extremadura tiene que mirarse.
4.- Algunas conclusiones
En realidad, nada de lo dicho hasta ahora constituye ni de lejos unos mimbres para un sentimiento identitario fuerta a modo de identidad nacional. He señalado, más que nada, lo que a mi juicio suponen los problemas de la inexistencia de eses sentimiento, de un desarrollo histórico fuerte, junto con los problemas materiales de la propia región. Hay motivos de sobra para la crítica y de proyectos de mejora, pero nada que se pueda asemejar a un «nacionalismo». Y, de hecho, es algo que tampoco querría hacer. El primer criterio que debería acompañar a todo «espíritu identitario» del siglo XXI debería ser su carácter no excluyente, y esto implica eliminar «la nación». Es una de las cosas buenas de un posible naciente «nacionalismo» extremeño, mutación del regionalismo: podemos sortear todas las vejeces de los nacionalismo históricos. Pero esto no hace más que alimentar el vacío que supone Extremadura: si la identidad no se encuentra (tradicionalmente) en los errores (en las derrotas), pero tampoco hay aciertos de donde sacarla para nuestro caso, ¿qué hacer? Yo miro a los vacíos, a las posibilidades negadas, pero es difícil montar un discurso positivo, constructivo, desde aquí, sin caer también en cierto idealismo a-histórico. Parece que esto viene movido por la misma nostalgia proto-fascista que ve en el 98 el fin de un Imperio español que pudo haber continuado, o en las elecciones de febrero del 36 una II República que puedo haber sido algo más que la república burguesa que era. Eso es engañarse. Pero también por eso me fijo en las posibilidades negadas, en las deficiencias, en los errores: la identidad no es algo que se construye en torno a una esencialidad —aunque eso es lo que se crea—, sino a través de una negación coordinada de lo no soy: no soy mujer, no soy francés, no soy negro, no soy… Y desde la diferencia del Otro, afirmar un Yo. Entonces, lo fundamental de toda construcción identitaria hoy es, por supuesto, afirmar lo que en la actualidad no se es, pero teniendo siempre presente esas negaciones como constitutivas de la propia identidad: sin el otro el yo no existe, por lo tanto la identidad es un estado de co-dependencia temporal. Lo que yo soy hoy lo soy porque otros son otra cosa; si dejan de serlo, si cambian, yo también cambio —aunque no quiera—. Esto es lo crucial.
Hablar de una «identidad extremeña» es hablar de la historia pre-romana, romana, visigótica, musulmana, leonesa,… y de cómo ya no existen; es hablar de los entramados económicos, de las relaciones de clase, culturales e ideológicas, y de cómo se han modificado y nos han modificado. Si se asume —como asumo— que no existe una esencia extremeña (porque hay historia) pero sí algo que, como comunidad humana, genera una particularidad (de nuevo, histórica), entonces es fundamental substraerse de todo prejuicio, o al menos mirar a los prejuicios en los que nos hemos formado de forma crítica, para acercarnos, aunque sea con la punta de los dedos, a una formulación satisfactoria de algo parecido a una identidad extremeña. ¿Es Extremadura una nación en el sentido de poseedora de una lengua, una cultura, y una serie de símbolos que les son exclusivos y diferenciales? No. ¿Es Extremadura un territorio con una población concreta, con una relación concreta con el territorio, y este territorio además tiene una relación concreta con un desarrollo histórico concreto que hace de todo el conjunto una estructura susceptible de ser definida en términos identitarios? Sí. La identidad Extremeña pasa, a día de hoy, por ideas rurales, agrarias, culturales-folclóricas, territoriales, lingüísticas, económicas y de clase muy anquilosadas en términos decimonónicos de cultural. Es hora de coger todo este entramado y darle un proyecto de futuro. Es un proyecto que tiene que tener como fundamento el compromiso de la población con un espacio eminentemente rural, agrario, que lleva ahogada siglos en una concepción feudal del territorio, de la economía, y de las clases sociales (es cierto que hasta ahora no he hablado de clases, pero es algo que vertebra). Pero vamos a ponernos leninista y hablar del «desarrollo desigual», y de que no es necesario que haya llegado la industria para que un pueblo lleve a cabo su propia revolución: si este pueblo tiene unas características propias que lo alejan de Madrid o Barcelona, bueno, aprovechémoslo. Son pinceladas de posibles futuros que articulen el estado actual de cosas de formas diferentes, aprovechando el conocimiento del pasado y lo que constituye a los extremeños como pueblo diferenciado hoy, que permita alcanzar la emancipación social. No hay nada definitivo, sólo ideas que pueden formar diversas constelaciones.
Tengo presente algo claro en mi desarrollo: apenas si aporto ideas concretas de proyectos económicos o políticos, sólo ideas generales que afecta a la relación con el territorio. Nadie es perfecto. Yo pondría el acento en la relación con el medio rural (lo cual me queda algo romántico). En un mundo globalizado todo pasa por las infraestructuras y las comunicaciones. Potenciar eso es potenciar las características asentadas de la región. Si Extremadura ha sido establecida como una zona rural y con un medio natural excepcional, es hora de tomar conciencia de las posibilidades de estos elementos. No mirando hacia el turismo, sino hacia una producción agropecuaria de calidad mediante la cual seamos capaces de conseguir un soberanía alimentaria al mismo tiempo que, en relación con el entorno, potenciar la economía (del mismo modo que con una producción energética nacionalizada todo serían beneficios locales). La reclamación de nuevas y mejores carreteras para zonas apenas conectadas o del tren van en esta dirección: la riqueza natural es una virtud adquirida negativamente por la sub-explotación histórica de la tierra; ahora sabemos cómo producir sin dañar el entorno, sabemos generar industria sin destrozar el medio. Se puede aprovechar esa deficiencia histórica que se ha constituido como característica esencial de la región para desarrollarla. Y de ahí podemos sacar el orgullo de descender de aquellos campesinos que se enfrentaron a los caciques y a los terratenientes para intentar no morirse en el hambre y la miseria. Si el campo y el pueblo son señas de identidad, es fundamental potenciar esos elementos con la relación individual de la autonomía e independencia del pequeño agricultor y el esfuerzo colectivo de la supervivencia de la comunidad. Y esto sólo se consigue con unas infraestructuras y unos servicios fuertes y autónomos, que tejan una red que no olvide ni un solo pueblo. En cierto sentido cae todo en un neo-ruralismo, pero soy escéptico sobre las derivas actuales de la industrialización en el seno del tecnocapitalismo: ahí no se puede buscar desarrollo sin caer en la opresión por parte del capital financiero (los nuevos señoritos, los mismos de siempre), la única opción intermedia es llevar a cabo la reforma agraria que nunca se terminó (apenas se empezó), y a partir de ahí construir un espacio colectivo.
¿Forma todo esto un perfecto nacionalismo? Pues puede que no, porque los elementos culturales, que son los que suelen tener más cuerpo y presencia en estos discursos, para mi resultan secundarios en los términos que me importan, que son los políticos y económicos. El nacionalismo no es sólo el enaltecimiento de unos caracteres culturales específicos frente a otros; es la búsqueda y consecución de un grado de autonomía, autodeterminación e independencia que permita a un determinado grupo humano, diferenciado además por unas características culturales propias, a establecer sus propios objetivos sociales. Y esto es lo fundamental no sólo para los extremeños, sino para el resto de pueblos que no han gozado de un nacionalismo centrífugo desarrollado y que se han visto, en el contexto español, ahogados por el centralismo político y cultural del Estado. O incluso dentro de sus propias autonomías: la situación actual de Huelva dentro del espacio andaluz es marginal. Proponer, por ejemplo, una mayor relación articulada con Badajoz que no tenga que pasar por Sevilla sería un beneficio para ambas provincias, que ya tienen una relación estrecha. Sería configurar de nuevo las relaciones en torno al Guadiana y a la idea de Beturia. Y eso implica también a Portugal. Sólo nos unen una autovía en Badajoz y una carretera nacional por Valencia de Alcántara a nuestro vecino (sin contar otras secundarias), cuando podría ser el principal mercado de intercambio tanto económico como cultural. De esta forma se potencia un tipo diferente de identidad que no tiene tanto que ver con los símbolos como con las relaciones, unas relaciones que están pegadas al lugar donde se vive, a la forma en la que se trabaja, y a lo que se tiene para ofrecer como comunidad humana.
Aquí es donde sí se puede mirar con espíritu imitador al nacionalismo andaluz, a la idea de Blas Infante cuando en la insigna de Andalucía puso aquellos de «Andalucía por sí, para Iberia y la Humanidad» (porque sí, «Iberia» y no «España» es lo que aparece en la insignia originla). Extremadura por sí, por la autodeterminación y la autonomía de una región olvidada, ninguneada, que sabe desde abajo lo que necesita, y que tiene que acabar de una vez con el poder señorial que no ha desaparecido de la élite política; Extremadura para Iberia, porque no sólo estamos unidos a Cataluña o Murcia por una historia común y unas relaciones, también con Portugal, de la cual Extremadura es puerta y espacio de intercambio, y que todavía mantiene relaciones comunitarias a uno y otro lado de la frontera; Extremadura para la humanidad, porque no cabe el racismo o la xenofobia para quien ha sido oprimido con tanto empeño, y sólo un espíritu fraterno, que nos señala a reconocer las opresiones de los demás, tiene cabida. La idea de nación extremeña no choca, bajo estas directrices, con un sistema federal, republicano, socialista, un reparto justo y digno entre iguales, una relación fraterna y solidaria donde cada individuo construye colectivo, y donde el colectivo atiende a cada individuo. Extremadura no será capaz de constituir nación hasta que no se haga esta crítica a sí misma; sólo entonces se podrá hablar de una nación extremeña.