[Carmen Boza – Cartas desde el círculo polar/Mi Do Menor]
Ha pasado ya creo que un año (más o menos) del concierto de Carmen Boza en Granada. Es de los pocos/as artistas actuales que me hacen verdadera ilusión ver en directo. Sin embargo, tuve una sensación extraña. Me lo pasé bien, y fue muy interesante, porque vi a Boza evolucionar: años atrás fui a otro concierto suyo en Sevilla con Road Ramos y Patricia Lázaro. Del sonido más… digamos «íntimo», es decir, guitarra solitaria y voz, con un atintamiento «cantautoril» de tiempos pretéritos, en este concierto (donde venía presentando su último disco «La Mansión de los Espejos») el sonido se había vuelto más duro, acompañada como estaba del elenco básico de la banda de rock (guitarra, bajo, y batería). La evolución es obvia. Aunque su sonido ha sido siempre el de una guitarra rabiosa, fuerte y forzada (como por ejemplo en «Canción A»), el tono íntimo ha dejado sitio a un sonido más marcado, más rítmico, y, en cierto sentido, más «bailable». Por redondear la metáfora, a mi juicio Carmen Boza ha cambiado el «café-bar» por la «sala de conciertos».
Pero no es de aquí de donde surge mi reflexión. A Boza la sigo desde… ya ni me acuerdo. Quiero pensar que desde el principio. La primera canción que escuché, y no sé cómo la descubrí, fue «Cartas desde el círculo polar», y me dejó encandilado. Y desde entonces he estado enganchado, y su evolución no ha desmerecido mi atención. Al contrario, canciones como «Mi Do Menor», de su último álbum, está entre mis canciones favoritas, junto con «Pequeño vals sin título» y «De lirios y de éxtasis». Mi cuestionamiento está en otro lugar. Recuerdo aquel concierto en Sevilla (al que fui solo) un concierto «pequeño»: había gente pero ni mucho menos estaba llena la sala. E iban tres artistas que tocaron al canciones de cada una mezcladas. El ambiente era tranquilo, como se suele decir, «familiar». Al contrario, el concierto en Granada fue un lleno, tal vez dos o tres veces más personas, y, obviamente, un ambiente mucho más «festivo». Y todos con «pintas». Y sentí desagrado. Esto es un problema mío, no de la gente, que soy bastante singular, pero el desagrado que sentí no fue sólo el mío hacia un cierto tipo de «cultura urbana» dominante actualmente (que forma parte de mi crítica total a la ideología de nuestro tiempo), sino un desagrado más importante y más básico, que afecta, creo yo, a todo el mundo en algún momento de su vida en mayor o menor medida. Un sentimiento de celo egoísta de primogenitura, un «yo estaba primero, era mía primero, no tenéis derecho a llamaros ‘fans'», etc. Es decir, un derecho de antiguedad burdo, de pertenencia privilegiada a un grupo cerrado. Una reclamación que no hay justificación alguna para hacerla. Las personas somos así de básicas. Pero, y esto es lo importante, una vez superada la visceralidad y la irreflexión de mis pensamientos, me «clarifiqué», y el hilo de mis reflexiones me llevó a otros lugares.
No voy a hablar de la evolución de los seguidores, del «fenómeno fan». Esta es una reflexión que tengo pendiente de hacer sobre Extremoduro, la educación de la escucha y de los fans. Sobre lo que recayeron mis pensamientos fue sobre los «placeres privados», jugando con su doble sentido: son privados porque son «nuestros», forman parte de nuestro goce individual e íntimo, puesto que quien lo difruta es uno mismo, normalmente en la soledad de su casa, y no de forma pública; pero al mismo tiempo, nos vemos «privados» de ellos cuando se hacen públicos, cuando se comparten, cuando entusiasman a otra persona. Por poner un ejemplo chusco (y muy grosero): disfrutamos de ciertos gustos sexuales (que pueden ser meramente estéticos), pero nos sentimos azorados cuando se hacen públicos. Que tu madre no sepa lo que te gusta en la cama porque, ¡qué verguenza! Tiene que ver con los guilty pleasures pero no es lo mismo.
Hace unos días murió David Bowie. De repente, como suele pasar, todo el mundo era seguidor de Bowie y había escuchado toda su discografía. Y lo declaraban a los cuatro vientos. Esto, a los «verdaderos seguidores» del artista sienta mal, y se lo reprochan a esos «falsos creyentes». Unos días antes murió Lemmy. Es curioso como con Lemmy, tal vez por su más restringido campo de acción, no hubo tantos «entusiasmos» (puede que sea por su estilo). Pero Bowie no ha sido el primero, ni será el último, que ha sido objeto de este comportamiento. Como se suele decir, si quieres que digan algo bueno de ti sólo tienes que morirte. Cuando un famoso muere pasa algo así. Todos hemos visto sus películas, escuchado sus discos, o leído sus libros. O como cuando dan un premio (¿en serio alguien conocía a la última premio Nobel de Literatura?). El caso es que, a pesar de nuestra fidelidad privada, a no ser que conozcamos personalmente los gustos de otra persona (y aún así), no está justificado censurar a nadie por un entusiasmo espontáneo a raíz del fallecimiento de un artista cualquiera. Ni siquiera si no ha fallecido. Es decir, todos hemos pasado por el entusiasmo originario que nos ha llevado a ser seguidores de un artista, hemos tenido que «conocer» al artista para empezar a admirarlo. Entonces se nos podría censurar (y, personalmente, he sido censurado alguna vez) lo mismo que se censura a los entusiastas espontáneos. ¿Qué diferencia hay entre «nosotros» y «ellos»? Puede que a raíz de la muerte de Bowie surjan unos cuantos de miles de «verdaderos seguidores».
Mi desagrado ante esos «falsos creyentes» de Boza está injustificado, pues yo también, cuando la descubrí, fuí un entusiasta pelmazo, de eso típico que oyes la misma canción veinte veces en una hora. Entonces, ¿dónde reside la cuestión última? Más allá de cuestiones psicológicas de celo y de sentimiento de exclusividad y pertenencia a grupo, creo que esto es un problema ideológico (obviamente, cómo no voy a pensar esto, soy marxista) que atañe a la educación del gusto. Aunque, claro está, ese problema ideológico es, a la postre, de índole psicológica. Al hablar de placeres privados en el contexto presente aparece una disyuntiva muy curiosa: somos celosos de nuestro goce, de aquellas cosas que nos gustan, pero en muchas ocasiones no nos damos cuenta de que vivimos en el mundo de la mercancía y el consumo, por lo tanto, presumiblemente, si aquello de lo que gozamos es un objeto de consumo, otras personas también disfrutarán de ello. Es el prejuicio capitalista de la propiedad, no como aquello que nos es «propio», sino de aquello que nos «apropiamos» (Locke). Suponemos una propiedad como algo que por derecho nos pertenece, así como, por ejemplo, en la relación sentimental monógama supone una exclusividad que puede llevar a extremos indeseables; por lo tanto, tenemos la necesidad de «poseer» en el sentido más material porque en su lógica interna es a lo que se nos autoriza. Aquí radica el problema ideológico de la educación del gusto, y no porque el objeto del gusto sea de mejor o peor calidad, o porque tengamos el gusto mejor educado y tengamos «más derecho» que los profanos en admirar a quien sea. Hume dice que una obra burda agrada a quien tiene una educación «burda», pero en esa obra hay un «germen de belleza». La educación del gusto es una educación en la complejidad de la sensibilidad. Es educar la delicadeza. Pero, en nuestro contexto ideológico, desde punto de vista de la propiedad, cuando nuestro objeto de goce se convierte no sólo en algo público, sino en algo colectivo, compartido, nos sentimos atacados, porque nos vemos privados de esa necesidad psicológica de exclusividad. De este modo, reconociéndolo, mi fastidio se vuelve comprensión de mis condiciones ideológicas concretas: nada tiene que ver el gusto, sino la forma en que la educación (la sociedad en general) moldea nuestras formas de gestionar el placer.
Obviamente, mi reflexión es acelerada: estoy planteando una situación muy concreta y cerrada, y estoy suponiendo que es culpa de la cultura capitalista y sus condiciones concretas, sin pararme a pensar en cómo se puede dar esto en otras situaciones o bajo otros dominios ideológicos. Pero, a quién vamos a engañar: todo en todas partes es culpa del capitalismo.