[The partisan – Mick Gordon (or. Leonard Cohen)]
Cuando Robespierre sube al cadalso, lo hace “traicionado” por la reacción, por los traidores a la patria y a la Revolución. Está convencidos de lo que representa, y de sus ideales revolucionarios. Es la encarnación de la Revolución, y su sentencia de muerte es un atentado flagrante contra el hombre, por primera vez en la historia dueño de su libertad. Robespierre, el “Ser Supremo”, el genio que había desentrañado el alma humana y la guiaba a su emancipación. Tiempo antes, Danton, tan revolucionario como aquel, le prepara el camino hacia la guillotina por mandato suyo: la noble cabeza de Danton es la última en la larga estela que ornamenta los bordes del camino que Robespierre recorrerá con majestad. Pero el talante de Danton fue otro. Danton caminó por la plaza pública entre los gritos del pueblo con un tono triste, un silencio consciente, porque sabía de qué era víctima, sabía dónde estaban los errores, y sabía lo que vendría después. Él no era más que una víctima accidental, un escollo en el atropellado trotar de la Revolución, como el resto de cabezas que rodaron durante el Terror, y sólo por eso, un símbolo algo menos callado que todos aquellos muertos por la Revolución. “Enseñad mi cabeza al pueblo, lo merecen”, dijo a su verdugo, pues él, a pesar de ser “uno más”, sería el último. Había algo truculento en la Revolución. Obviamente, la historia es substancialmente diferente. Robespierre, a la hora de ser guillotinado, era un guiñapo, molido a palo, con la mandíbula rota, hecho un despojo. Y fue Danton el que subió más noblemente a su final, casi orgulloso. Y Robespierre nunca llegó a ser ese Ser Supremo que festejaba, como le hubiera gustado. Lo fue, tal vez, como quiso notar David el pintor tiempo después, Napoleón, el pequeño cabo que terminó imperando un peñasco en mitad del Atlántico. Hasta el Ser Supremo puede tener un mal día.
Si hay enseñanza en esto, es la que saca el ficticio Marat de Weiss, otro martir de la Revolución, cuando dice: «Hemos inventado la Revolución y no sabemos todavía cómo servirnos de ella». Danton quiso adaptar la Revolución a su tiempo; Robespierre quiso adaptar el tiempo a la Revolución. Y ambos fallaron, porque la Revolución es un ente extraño, con sus propias normas, con su propia lógica, la cual los humanos apenas si pueden interpretar, y, como profetas, señalar las señales, los signos que marcan el camino a la emancipación. Así lo dice en otros términos Rubachof, revolucionario de la vieja guardia bajo sospecha de delitos contra la patria de la Revolución, en El cero y el infinito de Koestler: «El Partido no se equivoca jamás. Tú y yo podremos equivocarnos. Pero el Partido, no. El Partido, camarada, es algo mucho más grande que tú y que yo y que otros mil como tú y como yo. El Partido es la encarnación de la idea revolucionaria en la Historia. La Historia no tiene escrúpulos ni vacilaciones. Inerte e infalible, corre hacia su fin. A cada curva de su carrera deposita el fango que arrastra y los cadáveres ahogados. La Historia conoce su camino. Nunca comete errores. El que no tiene absoluta fe en la Historia no debe estar en las filas del Partido». Y en este escenario, como deja claro el camarada Rubachof, ningún espacio queda para el individuo. Bueno, sí que hay un espacio: el de las fosas comunes y los montones apilados de cabezas. «Y ahora, Marat, ahora yo veo dónde conduce esta Revolución», dice Sade a un moribundo y frenético Marat, profeta de la Revolución (“el Partido”). El entusiasmo de quienes luchan por el porvenir es devorado por la Revolución, insensible bestia. Revolución o barbarie, triste y falsa dicotomía, diríamos. Pero las florecillas del borde del camino siguen siendo aplastadas por la imparable marcha del progreso.
De eso también se dan cuenta los revolucionarios. Pocos, todo hay que decirlo, pero bajo la altisonante parrafada de Rubachof ninguneando al individuo dentro de los designios de la Revolución, está el reconocimiento de que él también es un insignificante y prescindible individuo, y que tras los discursos siempre hay silencio. Normalmente no se dan cuenta: como profetas, son meras herramientas, vacíos, nada más que canales de transmisión de la Revolución, cueste lo que cueste. A su muerte se descubre que no son más que un pellejo sin entrañas. Pero otros, cuando terminan de hablar, ven el vacío bajo la Revolución: se ven colgando de algo que avanza sin tenerlos en cuenta. ¿Qué son ellos más que un pequeño engranaje más, insignificante, prescindible, sustituible? ¿Qué queda hoy de Marat? «Se llamaba Marat y lo demás, silencio…», dice Sade, observador privilegiado, un Danton que mantuvo en su sito la cabeza. Después de Marat “el espíritu de la Revolución” no queda nada, poco más que el nombre. Rubachof analiza la situación, su situación al filo de la navaja, en términos similares, con la conciencia que le faltó a Marat, representada por Sade. Rubachof se pregunta: «¿Había también momentos en la Historia en que el revolucionario debía también guardar silencio? ¿Había en la Historia momentos decisivos en que lo único que se pedía, lo único justo, era morir en silencio?». Rubachof es consciente de que su papel como revolucionario ya no es el de vanguardia, que la Revolución ha ido más rápido que él, o que él ha ido por un camino que después ha resultado no ser el de la Revolución. La Revolución es constante, pero los revolucionarios envejecen y chochean, y ya no saben qué son o qué dicen. ¿Qué les queda? Morir en silencio y silenciados. Porque la Revolución es inextricable para los hombres, finitos, corruptibles. Por eso tienen que morir en silencio: quedan como hitos silenciosos del camino que se va andando, como posibles bifurcaciones.
No quiero hacer en este discurso de la Revolución algo que no es. La he caracterizado de la misma forma en que Rubachof caracteriza el Partido, pero, obviamente, la realidad es bien distinta. Volviendo a Marat, “hemos inventado la revolución y no sabemos todavía cómo servirnos de ella”, y termina arrollando todo lo que se pone delante suya. Sólo quedan de testimonio esos hitos silenciosos que pavimentan el camino, sin saber hacia dónde va. Aquí es donde está lo importante de la Revolución, no en su destino, sino en el olvidado camino trazado, porque le Revolución fue inventada por alguien, y es movida a lo largo de la historia por alguien. No está por encima del hombre, sino es movida por el hombre. Y no (especialmente) por los Robespierre o los Rubachof que comandan, sino por todos los comandados que empujan y pierden sus cabezas por el camino. Y es su espíritu, más allá de toda promesa, su entusiasmo, su fuerza, lo que hace que se mueva, aun a trompicones. Conocida es la canción de Leonard Cohen The Partisan: es fácil no hacer nada o rendirse, el hombre de a pie lo tiene fácil a la hora de elegir, aceptar y seguir viviendo, aunque sea mal, es preferible a enfrentarse a la posibilidad de morir. Pero no se elige. Se decide, al contrario, coger el arma y desaparecer, porque hay cosas más importantes que el mero sobrevivir. Son los que luchan, los anónimos, los olvidados, los pisoteados, lo que hacen marchar la Revolución frente a la reacción. Habrá nombre más conocidos, habrá líderes, pero que se queden ellos con su papel de profetas: son las manos de los que luchan y trabajan en el barro y su testimonio los que mantienen la llama viva. Aunque el partisano de Cohen se vea asediado (“Éramos tres esta mañana. Soy el único esta tarde”), él lo dice: “But I must go on; / The frontiers are my prison”. “Debo seguir; las fronteras son mi prisión”.
Los esfuerzos de Danton, Marat y Robespierre no duraron, pero permanecieron, permearon de tal manera la sociedad que ya no pudieron marcharse. Y lentamente esos principios, esas conquistas reaparecieron, se afianzaron, y cambiaron la sociedad. Porque fue la sociedad, la gente de a pie, la que decidió reconquistar sus logros, caminar hacia la emancipación. No fue precisamente gracias a los grandes padres de la revolución, sino a todos esos cadáveres, a todos esos entusiastas que mantuvieron el tipo, que sufrieron la tortura y el asedio, que transmitieron su verdad. En un palabra, resistieron. En toda esta línea de trabajo todavía hay mucho que decir y que investigar; el mío es sólo un pequeño aporte. Un pequeño aporte, un intento de resistencia, pero que también como otros pretende ser un hito silencioso que, detrás del derribo de la esperanza, de las libertades, de la estupidez opresora, se mantenga como testimonio y como débil propuesta de otra cosa posible. Tal vez me sitúo más cerca de lo que quiero asumir de la “débil fuerza mesiánica” que llevamos todos dentro de Benjamin, pero Adorno siempre aparece para retirar toda pretensión redentora, pues tenemos que cargar con nuestra historia. Mi trabajo es sólo un pequeño esfuerzo por mantener la resistencia frente a un sistema que se obceca en acallar, en aplastar, en obliterar cualquier discurso que no sea el que el sistema pergeña. ¿Cómo mantener esa resistencia? ¿Qué esfuerzo puede ser importante desde las manos del intelectual, siempre tan ajeno a la lucha? A falta de un fusil o de la siempre ambivalente “fuerza de producción”, puedo mantener la espina del pensamiento heterogéneo, “revolucionario”, vivo, molestando cual tábano. Parafraseando a Gide, todo está dicho, pero a la gente se le olvida, por eso hay que andar constantemente repitiéndolo. Y esa tarea me he impuesto.
¿Cómo llevarlo a cabo? Mi propuesta pasa, desde Adorno, por abrir el campo de posibilidades sociales, políticas, históricas, etc. Nuestro enfrentamiento es contra la ideología, sobre todo contra el capitalismo actual que lo abarca todo, y que resulta evidentemente injusto. Esa es la crítica contra la ideología. Hay que entender cómo se articula la realidad presente y cómo se justifica para poder desarticularla. Desarticularla no significa destruirla, sino comprenderla, y valerse de ella para cambiarla. Desarticular la ideología que todo lo abarca en la actualidad significa ver sus fisuras, los problemas estructurales que nos dicen que la realidad podía haberse construido de otra manera, con más cuidado. Esa es la importancia de la historia, como conocimiento de la construcción del presente. Y para salir de la lógica de la ideología del presente hay que pensar de otra manera: el aporte de Adorno con su dialéctica negativa es crucial en este punto. Lo farragoso de su estilo y de su pensamiento, precisamente encaminado a no caer en las trampas de la ideología dominante, en la que vive, de la que, en su momento y por ahora no se puede escapar, obliga a apoyarse en el arte, “lo otro” de la sociedad, lo que representa una de las fisuras principales del sistema para Adorno. Porque el arte se construye como algo radicalmente distinto de la realidad y, por lo tanto, es algo que permite mirar más allá de la sociedad. Partiendo de aquí, de la fuerza del arte para desarticular la ideología, es como se desenmascaran las mentiras de la vida, todo aquello que hace que la vida sea injusta y opresora. Porque al final, todos los problemas se reducen a justicia y libertad, lo que nos dice si esta vida merecer ser vivida o es preferible morir, como se pregunta Camus. Aquellos que resistieron y lucharon, vieron la injusticia, y en lugar de desencantarse y morir, vieron los resquicios por los cuales la vida podía ser cambiada. Y aunque fueron derrotados casi siempre, la injusticia está podrida, y si se tira fuerte, seguro que cae. Así que dejaron la esperanza, la utopía, y el impulso hacia ella, en su testimonio y su resistencia anónima.
Y lo demás, está todo dicho. El enemigo es, en todo caso, la falta de claridad. Pero el resto es un trabajo de memoria, de no olvido, de resistir el asedio, y esperar que, algún día, una flaqueza suya o una fortaleza nuestras ayude a dar el siguiente paso. Hay una promesa, sí, una promesa de libertad, de justicia, de emancipación, pero esa promesa ya ha quedado más como un destino hipotético, porque el revolucionario, ahora consciente de su historia, no puede hacer más que callar y resistir. Su compromiso se sella en su lucha, no en un contrato por lo utópico. Lo que hace a vivir a la libertad es su búsqueda, no la absurda pretensión de realizarla en el mundo. Pero tampoco hay que renunciar a ello. Lo sabe el partisano de Cohen cuando dice: “Oh, the wind, the wind is blowing, / Through the graves the wind is blowing, / Freedom soon will come; / Then we’ll come from the shadows”. “Oh, el viento, el viento está soplando, a través de las tumbas el viento está soplando. La liberta vendrá pronto; entonces volveremos desde las sombras. Todo el que resistió es recordado en la resistencia, y su compromiso es honrado en la lucha. Valen más todas las cabezas cortadas, todos los fusilados, todos nuestros muertos en las cunetas, que los grandes nombres en las bibliotecas o los museos. La libertad llegará por todos los que han caído, porque su testimonio es el nuestro. Los opresores también lucharán, “pero nada pueden bombas donde sobra corazón”
Leído esto creo que debo cambiar mi opinión al respecto de la actitud revolucionaria de rememorar y tener siempre presente el pasado, a pesar de que, por definición, deban apuntar hacia el futuro.
Llevan tiempo rondándome la cabeza mensajes de ciertos sectores que ensalzan figuras o hechos históricos pasados como vehículos para completar la revolución; mensajes que se centran en el pasado, que se toman como referencia directa, para cambiar el presente, a pesar de los evidentes cambios acontecidos. Hasta ahora veía esa actitud como un mero consuelo de lo que pudo ser y no fue y como un estancamiento en la lucha, dado que luchar en el presente con mentalidad pasada es un primer paso a la derrota. Sin embargo, el origen de todo esto no es más que, como dices, uno de los mecanismos que hacen que la revolución avance; esos hechos, esas figuras, tuvieron su relevancia y su acción finalizó, pero su espíritu perdura para que la rueda siga girando.
Aunque, como suele pasar, ese origen honroso no impide los casos concretos que reducen ese significado a un simple baúl de los recuerdos que abrir en la fecha adecuada para suspirar y volver a cerrarlo sin más.
Por si no me expreso bien, esta idea que tenía venía, aparte de mi asco intrínseco a las cosas que parece hacer la gente más por inercia que por convicción, de las que podríamos llamar «canciones revolucionarias modernas» (ya sabes, tíos con cresta, pelos de colores y vestidos con harapos). Concretamente, esa que dice después de mencionar situaciones penosas de algunos conocidos: «Esto tiene guasa y no hacemos nada. El día en que lo hagamos, se van a enterar…»…y ya. Como diciendo «ahora estamos jodido, pero un día indeterminado me levantaré del sofá y las cosas mejorarán», a lo que convendría añadir lo que dice ese otro tema: «si no me pongo mañana, me pongo el lunes, que mañana es domingo».
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Sí pero no. Estoy de acuerdo con que se hace un uso indebido de las grandes figuras y hechos del pasado. De hecho, en eso se basan la mayoría de los discursos políticos (en general, sean de izquierdas o de derechas, suelen decir «yo estoy aquí porque antes estuvo X»). Pero esto pasa sobre todo en la izquierda, «los grandes derrotados». La mirada tiene que ser distinta. En realidad no es la misma actitud de la izquierda tradicional que tiene su panteón en las catacumbas con los pequeños-grandes «rebeldes» o «revolucionarios» del pueblo, a los que hay que emular. Más bien se debería buscar recordar a los innombrados, a los olvidados. Por ejemplo, algo muy trillado aquí, buscar y recordar a los muertos en las cunetas no porque fueron republicanos (con el significado que eso tiene en España), sino porque están en cunetas. Pensar ese hecho, y por qué se sacan ahora y no antes, qué acciones concretas les llevaron ahí. La sola existencia de muertos en cunetas ya marca un camino al pensar hacia la resistencia, porque hay un silencio consciente sobre ellos. Me imagino que en los años cuarenta o cincuenta, la gente (algunas) pasaría por ciertas zonas y mirarían, tensas y en silencio, a un fragmento de tierra que no se distingue del resto pero que «hay algo». Esa es la actitudo, no la de los líderes, sino la de la gente anónima que «sabe». Al final, manque me pese, todo pasa por la concienciación (y eso es, por desgracia, educación, larga y lenta), y ese ser consciente ya es un punto de apoyo para toda la praxis que vendrá. Otra cosa es, como tú dices, que oportunistas y «perdíos» se suban al carro por inercia, y les sobren grandes palabras vacías de acciones. Cada cual tiene su foco de actividad, lo importante es tomar ese pedazo de praxis emancipatoria que cada uno toma y no rendirse.
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Comprendo. No andaba desencaminado, entonces, solo que me he centrado hechos y figuras grandes, sin darme cuenta de que también pasa con los pequeños e invisibles.
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