[B.T.O. – Taking care of business]
Retomo después de un parón no solicitado y a la espera de novedades sobre la situación. Por lo menos, retomo en el lugar en que lo dejé, en esa revisión crítica (si bien breve) de la responsabilidad política. Es realmente difícil abordar el tema de la responsabilidad política. Ya se ha visto en su origen y en el caso español que no es tan sencillo que cuando se habla de responsabilidad a secas en la actividad común. Se puede plantear de esa manera: quien ejecuta la acción carga con las consecuencias, sean cuales sean. Pero la acción política está rodeada de una cierta pátina de conceptos que dificultan una resolución tan sencilla, que, por otro lado, sería la más deseada. Hobbes es la versión conservadora que justifica las dificultades de la responsabilidad política. Se parte de una base muy sencilla: en la sociedad política es materialmente imposible que cada uno de los miembros tenga voz y voto. La complejidad de un sistema representativo directo en un estado grande es una quimera. Hay quien diría que con internet hoy la cosa cambia, pero no lo creo: la representación directa sigue suponiendo problemas importantes (que tal vez analizaré en otro momento). Por lo tanto, como la participación directa es imposible, la comunidad tiene que delegar su poder en otra persona. La mayoría de los filósofos políticos están de acuerdo con esto, les guste más o no. Y la representación es un tema que Hobbes desarrolla ampliamente en el Leviatan. La idea de representación de Hobbes es bien sencilla. Es como la relación entre un abogado y su cliente: el cliente, que suponemos ha cometido un crimen, delega sus poderes en su abogado. Es decir, el abogado se defiende de la acusación de su cliente, el abogado se pone en lugar de su cliente. La representación se formaliza como una máscara, que el abogado se pone. Sin embargo, en caso de que se pierda el juicio, el abogado, que ha asumido el papel de su cliente, no se ve condenado. Al revés, los fallos en el juicio del abogado recaen sobre el cliente, y el abogado, que hablaba en representación de su cliente, se libra. Básicamente, esa es la idea moderna de representación política, la distinción entre autor y actor. El actor (el abogado) no es responsable de sus actos, pues habla en lugar del autor (el cliente), que es de quien tiene sus potestades y habla según su voluntad.
La política moderna, en sus constituciones y demás, ha asumido este presupuesto. Los gobiernos se constituyen por la delegación de los poderes de la comunidad política. Por lo tanto, si el gobierno se equivoca, ha sido el pueblo el que se ha equivocado al delegar sus poderes a unos ineptos. Los gobernantes se libran de la responsabilidad y el pueblo no se puede quejar porque ha sido su poder el que ha fallado. Al final, nadie es responsable, o peor aún, los gobernantes hacen responsables al pueblo. Además, esto hace que la confianza del pueblo en su propio criterio falle, pues no sólo no puede decidir directamente sobre sus asuntos, y tiene que hacer un modelo de representación viable, sino que además el poder que tiene en sus manos resulta inútil: si elige y va bien el gobierno, el súbdito no decide; si elige y va mal el gobierno, el súbdito es culpable por no saber decidir; y si no elige es un esclavo. ¿No se puede concebir la representación de otra manera? Vamos a suponer (y es mucho suponer, como decía antes) que la representación directa no es posible, que no es posible que todos y cada uno de los súbditos de un estado participe. Esto es factible, pues el gobierno no es necesario que sea un calco perfecto del conjunto del estado. Pero, teniendo en cuenta la responsabilidad que supone estar en un gobierno (decidir por un estado entero con un poder que el pueblo te ha donado), tiene que existir algún mecanismo que permita regular la responsabilidad. Es decir, que las malas decisiones de los gobernante sean responsabilidad de quien las toma, no de los representados, de quienes emana el poder. Bien, este mecanismo es el «mandato imperativo». El mandato imperativo viene a decir que los gobernantes no son más que gestores, funcionarios que el pueblo pone una serie de tareas que todo el pueblo no puede hacer. Si la representación directa es imposible, entonces serán unos pocos los que gobiernen, pero esos que gobiernen harán exactamente lo que le diga el pueblo que haga. Hay libertades, por supuesto, la gestión varía, pero sin tomarse demasiadas prerrogativas. El mandato imperativo es una máscara, como decía antes: la persona que sea se pone la máscara de gestor político / gobernante, y mientras la lleve puesta toda acción de gobierno está bajo su responsabilidad. Si sus acciones de gobierno van más allá de lo que el pueblo le ha dicho que haga, toda responsabilidad recae sobre él. Y cuando dicho gestor no lleva la máscara, es decir, no está en su puesto de trabajo, nada de lo que haga tiene que ver con el gobierno. Es decir, si en su tiempo libre, el gestor despotrica del estado y el gobierno, no importa, mientras en su puesto de trabajo haga lo que se le manda hacer. Curiosamente, la Constitución española de 1978, en el artículo 67.1, dice «los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo». Nuestra constitución prohibe hacer a los gobernantes responsables de su mala gestión. ¡Cáspitas! Ya no sabemos ni lo que es representación, responsabilidad, o democracia.
La salida del mandato imperativo sería la salida más sencilla para asegurar la responsabilidad de las acciones políticas. La representación se ve salvaguardada. Pero incluso no debería ser necesaria esta cláusula. Puesto que la responsabilidad nos está sólo en los representantes, también en los representados. Volvamos una escena anterior: el gobierno actúa mal, y este culpa al pueblo por su mala elección. Bien, la responsabilidad se hace recaer sobre el pueblo. Pues en ese instante es cuando el pueblo se tiene que hacer cargo de su decisión, darse cuenta que decidió mal al elegir a esos gobernantes, y deponerlos. Existe toda una tradición, desde la escolástica española, los monarcómacos, Jan Hus, Locke, y Paine, por poner un puñado de ejemplos, que tiran por esta línea. Apoyados en la Reforma, en la lectura de la Bliblia, y en el llamado «derecho natural», estos autores y otros dan una salida en parte «teológica» pero que progresivamente se secularizó muy fecunda. En estos autores la responsabilidad de las malas decisiones políticas es obviamente del gobernante, pero le añaden que es responsabilidad también del pueblo destronar a los gobiernos pervertidos. Si la representación parte del pueblo (soberano), todo lo que afecte a esta representación está bajo la vigilancia del pueblo. En artículos sucesivos desarrollaré la idea de la responsabilidad del pueblo en el gobierno desde autores como Locke, Paine, Godwin, o la forma en que aparece en la Declaración de Independencia americana. Pero antes de introducirme en las profundidades de los textos políticos, cerraré la serie sobre la «responabilidad política» hablando de la «responsabilidad histórica».