[Extremoduro – Te juzgarán por tus errores (yo no)]
«Toda la infelicidad del hombre proviene de una sola cosa: no saber estar sentados en una habitación sin hacer nada.» Pascal
«El cronista que relata los acontecimientos sin diferenciar grandes y pequeños toma en cuenta una verdad: que nada que haya acontecido alguna vez ha de darse por perdido para la historia. En realidad, sólo a la humanidad redimida se le otorga del todo su pasado. Es decir: sólo a la humanidad redimida le resulta citable su pasado en cada uno de sus momentos. Cada uno de sus instantes vividos se convierte en una citation à l’ordre du jour [cita en el orden del día], día que es precisamente el último.» Benjamin, Tesis III
Se suele decir que uno «lee algo cuando lo tiene que leer», es decir, que de una forma beatífica un texto alcanza las manos del lector que tiene que leerlo. Cada vez más soy de la opinión contraria. El texto no vuela hasta nuestras zarpas para ser leido cuando el espíritu precisa de ese alimento. Muy al contrario, un lee lo que «necesita» leer. Da igual al texto que nos enfrentemos, leeremos lo que queremos que el texto nos diga. Que ciertos textos y ciertas disposiciones de ánimo se inclinen los unos a los otros de una forma más o menos homogenea en los modelos humanos es otra cosa. Como pasa con las personas, lo cierto es que oímos lo que queremos oir. Y al acercarnos a un texto, cuyo fondo consta de cientos de interpretaciones a cada cual más ingeniosa, leeremos aquello que necesitamos que un texto nos diga. De la misma manera con una película, con el relato de otra persona, etc.: siempre leemos el mismo libro, porque siempre lo interpretamos bajo nuestra mirada acechante sobre las letras.
La frase arriba citada de Pascal remite a la plenitud de la Modernidad: lo moderno es que el universo sea interpretado como un plenum mecánico, y que, como tal, el hombre moderno tenga la misma plenitud que el universo. El hombre moderno es el hombre activo, el hombre que siempre tiene algo que hacer, algo que indagar. Mirémonos y pensemos si no es así. Actividades extrescolares para los niños, voluntariado, familia y amigos, activdades colectivas, huertos urbanos, senderismo, maratón por el cancer de cualquier parte del cuerpo… Pascal, un ferviente anti-moderno, achaca esta actitud a un aspecto muy sencillo: tenemos miedo. Para ser más concreto, miedo al vacío, miedo a la nada, miedo a no ser nada, no significar nada. El moderno delimita su esencia a través de su actividad, no a través de sí mismo. El moderno no es lo que es sino lo que hace. Se busca la satisfacción continua mediante la actividad. Su vida es un hacer, y en este hacer busca la felicidad. Pero para Pascal, realmente en esta frenética actividad no reside la felicidad, sino la infelicidad, porque el hombre no se para a mirar con atención las cosas, o, en su caso, mirar a Dios. Todo lo que se necesita no está tan lejos en el tiempo, no está en la realización a través del hacer, en el progreso que emancipará al hombre, sino en el saber estar en el mundo. La plenitud es un mito, el progreso una quimera agresiva.
Pero somos modernos. Benjamin lo sabe, y lo asume. Si evaluamos nuestra vida, insuflada desde la idea de progreso, como no puede ser de otra manera, es decir, desde la cultura del mito de la plenitud. La felicidad para Benjamin es la llegada de la redención de la humanidad. Pero yo soy un hombre, y pensaré desde mi facticidad personal. ¿Cómo redimir mi Historia? ¿Cómo hacer que esa vorágine de actividad, de mis propios muertos, mis propios asesinados, mi propio olvido, se convierta en Historia redimida? La redención es perdón y salvación, pero ello implica sacar el pasado injusto, los muertos, ¡pero los muertos propios! Porque yo soy la víctima de la Historia. De ninguna manera soy el opresor. En la incertidumbre de un presente que apenas si deja ser a los miserables, sacar los muertos a pasear parece una necedad. Y redimir tiene el tinte despreciable del perdón a los que han hecho daño, de otorgarle sentido a la Historia, de decir «esto pasó así y estuvo bien, porque si no no estaríamos aquí». ¿Estamos justificando el dolor y el sufrimiento? Alguien más adorniano diría «no, dejad que mane la sangre, dejad que el sufrimiento se muestre y se extienda, pues sólo a través de la negatividad radical el hombre será capaz de tomar conciencia». «Id a ver cine de Haneke», diría después. ¿Qué ocurre con el olvido del pasado? ¿Y la memoria? Olvidar es dejarse a sí mismo en suspenso, suspender el yo. Olvidar es dejar de ser hombre. Pero ser devorado por la memoria es no saber alcanzar la realización del presente. ¿Y la distancia? La del que mira desde lejos, pensante, recogiendo los pedazos y los trapos viejos de la memoria. Esa distancia sería la apropiada, si no fuera porque enajena al distante y es repudiado por todos. La felicidad tiene que asistir a los muertos, a los vencidos, a los perdidos, a las injusticias sufridas nos reparadas que se han ido olvidando en el decurso de la vida, y no a el buen futuro venidero. La revolución es sobre el pasado, no sobre el futuro. Esta felicidad implica revolverse en todo un hacer de años, y, en otros casos, de siglos. Y en la maraña, decidir si el salvador de verdad ha llegado, ha desentrañado los nudos de la tortura. ¿Cómo es esto posible si los errores se suceden, si la seducción del equívoco nos atrapa? No puedo creer en esa felicidad por la redención, porque mi experiencia del mundo me lo impide. No creo en la redención, por lo tanto, creo en la infelicidad.
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