[La voz del diablo melancólico]
Todo el mundo asume que la principal característica del Diablo es su inabarcable, su infinito ingenio maligno. Asociamos irremediablemente la figura del Diablo, de Satán, del Adversario, con el Mal, con mayúsculas. El mal radical es asunto del Diablo. La figura del Diablo es una figura que me fascina, y no precisamente por por su iconografía vulgar, por lo ya dicho, como Heraldo del Mal y las penalidades, como el Tentador, que te hace caer en la miseria y la culpa. No, el Diablo no es esto. O, por lo menos, después de una hermenéutica sensata, no parece tanto el capo de los infiernos. Aquellos beatos que acusan al heavy de satánico y de conducir a los jóvenes que lo escuchan a la condena eterna, poco conocedores críticos de sus creencias son; y los que van de satánicos por la vida, aquellos que se creen los estereotipos lanzados por santones americanos (de cualquiera de las americas), más les valdría abrir un libro de vez en cuando. Eso del Mal ha sido un accesorio que el Diablo tomó como útil a sus propósitos, pero no es su atributo principal. Es fascinante la capacidad de aparición del Diablo. Exceptuando a unos pocos justos, Dios no se ha aparecido nunca (y aún así, no suele aparecer directamente). Dios no habla cara a cara con su creación, nunca. Dios habla a través de su creación. Dios se muestra, o manda a alguno de sus acólitos como mensajero, teniendo preferencia por las féminas virginales. Nadie ha visto a Dios. Está más allá de todo humano. Cuando se le ha pedido ayuda a Dios, se le han pedido señales. ¿Cómo atreverse a pedirle a Dios que parlamente con nosotros, pobres mortales? Sin embargo, el Diablo tiene una curiosa apetencia por mostrarse públicamente en todo momento y pararse a hablar con cualquiera. Muestra incluso un carácter afable y campechano, abierto a cualquier propuesta. Recordemos a Mefistófeles, al que, pobrecito mío, no le terminaron de salir bien las cosas. Aunque hay muchos otros casos. Aquello que reconocemos como tentador o de dudosa moralidad, siempre es algo que se presenta, con lo que se discute, algo que se exterioriza y se trata como un Otro. El Bien siempre se encuentra dentro de nosotros, como una luz, pero sobre el Mal propio siempre se toma distancia, siempre se dice «ese no soy yo» aunque realmente seamos nosotros. Lo que me fascina del Diablo es la capacidad de representar ese Otro que somos nosotros. Y siempre he visto esto como una actitud burlona, sarcástica, e incluso cínica, lo cual me encanta.
Para poder hablar del Diablo desde otras categorías, o reformular las que ya le son propias, parto del título de este escrito. El Diablo es el ángel melancólico. Y, aún más, el Diablo es el Melancólico, la imagen de la melancolía radical. A modo de anécdota, el origen de la designación «blues» a la música que lleva tal nombre viene de la expresión «blue devils», demonios tristes o demonios melancólicos. Decir que el Diablo es un ángel no tiene nada de novedoso, es algo reconocido. El Diablo, el Adversario, fue uno de los arcángeles de Dios, y, por lo tanto, bueno. Su historia se torna trágica cuando su soberbia le lleva a querer suplantar a Dios, comenzando una guerra, que termina con la derrota del Diablo y es arrojado al submundo y gobierna sobre el palacio de los infiernos, donde impíos de todo tipo son condenados a arder sin consumirse hasta el Día del Juicio. Esta parte la sabemos, y también que, desde entonces, el Diablo o sus subalternos aparecen aquí y allá intentando corromper a los justos y llevarlos a su reino. Tal vez más complicado es introducir en la historia el papel de melancólico que le otorgo (aunque no soy el primero). La melancolía es esa sensación comúnmente asociada a la tristeza, a la apatía, e incluso al sufrimiento y el dolor; una sensación no estar en tu lugar, de no sentirse parte de lo que uno vive, de encontrarse desubicado. Tal vez, al ser esta una sensación que tengo muy asimilada, ya no sepa realmente qué significa en el sentir común. Pero en el proceso de interiorizar la melancolía («interiorizar la melancolía», menudo oxímoron) te encuentras con aspecto que van más allá de la mera tristeza. La melancolía es la toma de distancia involuntaria del topos común, y echar la mirada anhelante hacia los objetos y las cosas de ese topos que se han vuelto lo absolutamente Otro. Nuestra representación del Diablo, cuando nos habla, es la visión de lo radicalmente Otro de nosotros mismos, aunque forme parte de nuestra psique. Hablar con el Diablo es estar sumido en la melancolía, estar mojados de la bilis negra. Y el Diablo es pura bilis negra. Es la total distancia entre aquello Otro que, a pesar de que se es, se toma como algo completamente alejado de nosotros, algo bueno y pasado, a lo que, de alguna manera, se aspira a volver. El Diablo es la representación total de este sentimiento, pues el Diablo se alza como un ser puro que anhela más que nada volver al altar que perdió por su soberbia: si el Diablo hace el mal, es para volver junto a Dios. Y usará cualquier medio a su alcance para ello. Que los hombres se manchen de maldad no es más que un daño colateral, una molestia necesaria.
El Diablo es la representación de la melancolía. Y es un ángel. No hay más que añadir a este respecto. Sólo abundar en imágenes que den muestra de lo que digo. La primera imagen que encabeza este escrito es la «Melencolía II» de Durero. Es un ángel apesadumbrado, mirando las formas y los objetos con lejanía, como si todo lo que tiene delante no fuera accesible a su mano. Está pensativo, a punto de escribir las palabras decisivas que le remonten a un presente mejor, o tal vez con la duda eterna de no saber qué escribir. Por otro lado, justo encima de estas linea, el «Angelus Novus» de Paul Klee, que posteriormente Walter Benjamin tomara como imagen beatífica que le inspiraría su «ángel de la historia». Y es que este ángel de la historia no es más que el Diablo secularizado, un diablo inmortal pero material, que ha recorrido con desesperación toda la historia del hombre, y mira atrás mientras es arrastrado por el viento del tiempo, oliendo los cadáveres en las cunetas, con la terrible certeza de que la Edad de Oro queda lejana. Es osado decir que estos ángeles son el Diablo. Pero es que el Diablo, y su actividad, van más allá de la maldad atribuida, de la tentación y la seducción. No es más que un chiquillo burlón desesperado por que su padre le quiera. Curioso el Síndrome de Edipo que le lleva a querer matarlo y ocupar su lugar. ¿No es esta acaso la mayor de las melancolía? Querer alcanzar algo demasiado lejano para nuestras pequeñas manos mortales. O como mirar a un antiguo amor al que se amó demasiado, pero que ya pasó, y se observa su recuerdo con anhelo suplicante, de rodillas, con las manos extendidas al menor roce del recuerdo. La melancolía es esa distancia insalvable entre el sujeto escindido y lo Otro fruto de la ruptura. La melancolía es el sentimiento trágico por excelencia (de esto tal vez hable otro día). No hay más que figurarse, no sólo la rebeldía del Diablo, sino también la de Edipo (el de Sófocles, no el de Freud), la de Alonso Quijano, o la de Josef K. Y es que también tiene su toque de rebelión la melancolía. Sobre todo rebelión contra el tiempo, contra el pasado sólido y monumental. Porque la melancolía te separa, crea un abismo entre el sujeto y lo que existe en el tiempo. El sujeto se vuelve algo lejano, sin conexión con las cosas. Y el Diablo siempre está ahí para recordarlo.
Éste es el ángel melancólico, la imagen de la melancolía, el recuerdo de todo lo que comúnmente nos entristece, porque separa nuestro Yo de lo que suponíamos que constituía nuestro yo. De ahí el conflicto interno, el no sentirse en la piel apropiada, el querer aprehender lo imposible. El Diablo no es la imagen del mal. El mal surge de la desesperación por llevar toda por todo el Tiempo anhelando. El mal no es más que un efecto indeseado para Dios y los hombres de la increible desesperación del Adversario. Y a pesar de todo, el Diablo sonríe. Su sonrisa es sardónica, no nace de una alegría interior. Más bien del sarcasmo y el cinismo que le corroen. Sonríe burlonamente y juega a pesar de su tristeza porque esa lejanía se le han vuelto tan familiar que el dolor ya no hiere como antes, y se aguanta estoicamente. Sonríe porque es lo que hay. Y nada más. Esa es la radical melancolía, y es la del Diablo. A los mortales nos está reservada otra tal vez menos extrema, pero que cuando surge, resulta igual de intensa.
Tengo ahí un libro de satanismo que no dice lo mismo, eh…xD (sí, tengo un libro sobre satanismo, qué pasa).
Tengo que leerme «El Diablo Cojuelo», por cierto. Me he acordado de que tengo ganas de hacerlo leyendo esto…
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Me ha parecido interesante este enfoque y lo he añadido a mi blog- con tu permiso- por supuesto poniendo la fuente…Gracias por este artículo
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Gracias por leerlo y comentar. Por supuesto, ponlo donde quieras, mientras cites la fuente, sin problema. Un placer.
Saludos.
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Gracias amigo
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jajajajjaja
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