[The Builders and The Butchers – When it rains]
[Publicado originalmente en la revista Esbozos, 2010]
Hace cincuenta años, el 4 de enero de 1960, Albert Camus moría en un accidente de coche. Irónicamente (o absurdamente, haciendo honor al autor), el día anterior a dicho accidente, Camus declaró «no conozco nada más idiota que morir en un accidente de automóvil». Al parecer, su hado se avino a ese sentido absurdo de la existencia en el que se vio inmerso en vida, y la muerte, paradójicamente, le dio un final “coherente”. Entre sus objetos personales se encontró el manuscrito de El primer hombre, novela inacabada de fuerte contenido autobiográfico, porque él era “el primer hombre”. La novela habla de un muchacho, sin raíces, sin un hogar real, sin nada a lo que aferrarse ni progresar, pero que realiza el tópico de “construirse a sí mismo”, en el sentido más existencial, como dice Sartre, «habremos de ser lo que hagamos [con nosotros mismos], con aquello que hicieron de nosotros.» Hoy, tras más de cincuenta años de saber que somos arrojados al mundo condenados a ser libres, a tener que construirnos como buenamente podamos; e incluso, después de más de doscientos años queriendo alcanzar la mayoría de edad anunciada por Kant y por toda la Ilustración, veo que ni de lejos esto se ha conseguido, y que siguen haciéndonos, alguien, marcando pautas, educando y adocenando. Y mientras más se intenta “liberar” al hombre, parece que más se le apresa, y se vuelve más inconsciente, más salvaje, más niño. Es absurdo. Y parece que todo lo que se hace no tiene sentido, por más que se le busque uno, todo termina formando parte de un algo absurdo todavía mayor. El hombre que se da cuenta de este sinsentido, y aún así sigue adelante, consciente del absurdo, es Camus.
Pero, ¿cómo está presente esta visión del mundo el hombre actual? Prácticamente en nada. Lo que desde finales de los cincuenta se viene fraguando como una juventud contestataria (60’s, 70’s) ha degenerado en unos viejos-jóvenes acomodados por las circunstancias o no, que a su vez ha producido una nueva juventud pasiva, muy lejana a la reflexión del mundo, que son digamos, “fruto de su tiempo”. El hombre moderno ha dado paso al hombre postmoderno, y el proyecto ilustrado parece cada vez más un resto vestigial sin hueco ni función. Me gustaría en el presente artículo analizar la situación del hombre actual en su existencia cotidiana, de cómo se ve sumergido en el absurdo del mundo (post)moderno y cómo reacciona ante este absurdo, cuáles son sus mecanismo de defensa. Efectivamente, no pretendo sacar conclusiones definitivas, pero si acercarme todo lo que pueda al sentimiento real y creciente en el individuo de hoy: una especie de catalepsia emocional y suspensión vital; como la incertidumbre e inmovilidad que puede sentir una liebre al ser deslumbrada por los faros de un coche, antes de ser atropellada. Para ello me voy a basar en “El Mito de Sísifo”, de Albert Camus, para ver la superación de esto en el plano más mundano en “el hombre que dice sí”, frente al pasivo e inmóvil, pero no alcanzado, o sea, que no hemos conseguido “decir si”; y con ello, darle un pequeño homenaje a Camus, al hombre y su pensamiento, que aunque muy honrado, se le ha tenido poco en cuenta en el pensamiento occidental actual, tal vez por su soledad y poco seguimiento académico (aunque igual, eso sea coherente con él).
¿Qué es el Mito de Sísifo? O cómo se llega a la situación en la que se encuentra Sísifo mirando a nuestro mundo. Como eje principal hay que considerar “el absurdo”, sobre todo, el absurdo del mundo. Si nos damos cuenta, si analizamos la historia del pensamiento, de las ideas, o la historia misma, el devenir histórico, vemos que la emergencia de estos elementos (pensamientos, ideas, historia,…) son en realidad el puro constructo del ingenio humano: si miramos el Libro de la Naturaleza, como dirían los antiguos, vemos que nada de lo que decimos tiene una “correspondencia literal” en el mundo. Al modo de Ockham y el nominalismo, la ciencia, que trabaja sobre la naturaleza, no habla en realidad de la esencia de esta. Eso es cosa de Dios, y nosotros no podemos entender las razones de Dios, por lo que nuestra ciencia es contingente y basada en constructos mentales. Tenemos que confiar, por otro lado, que el orden predispuesto por Dios se mantenga, o que en el fondo, confiar que exista. Tranquiliza, da seguridad a la vida. Pero, al igual que Nietzsche, Camus admite en la sociedad en la que él vive, donde la nuestra es una proyección en el tiempo, “Dios ha muerto”, y esto supone la caída de todos los fundamentos, derrumbe de la fe en el corazón y la conciencia de los hombres. La confianza que se pudiera tener en Dios como posible garante último del orden que nosotros consideramos sobre el mundo, cae. Si de verdad de todo lo que hablamos es contingente, y no tenemos correspondencia en el mundo de lo que hablamos, ¿qué nos cabe hacer en el mundo?
El mundo –la naturaleza– se presenta ajena a los interrogantes que formulamos sobre él. El hombre experimenta soledad ante el silencio del mundo. Somos pues individuos quietos e inermes en mitad de un mundo que sigue girando sin que le importe quienes somos o cómo vivimos. Y al hombre debería darle igual que “sin embargo, se moviera”. Toda construcción científica, ética, o de fe; todo juicio que se creyera fundamentado, se vuelve contingente al no tener nada al final de la argumentación que lo sustente. Visto desde esta perspectiva, todo se vuelve absurdo. Todo es absurdo, cualquier creencia, o principio. Hasta lo que se creía axioma se ve inmerso en el absurdo de la vida humana. Desmoronadas las viejas creencias, en los absolutos, en los principios que sustentaban la conducta, lo único que queda es juzgar si la vida merece ser vivida. Aquí es donde cobra importancia el suicidio, para Camus la única cuestión filosófica posible. Existe por lo tanto un drama permanente en el hombre: la sabiduría no calma la nostalgia de los absolutos, al revés, porque el que ahora conoce, sabe del absurdo. El miedo, la rebelión íntima ante el fin definitivo, se soluciona con el suicidio, el autoengaño, o el hombre absurdo. El que se suicida, es el que no soporta el absurdo, el que sabe de su existencia, y decide acabar con la agonía, con la tragedia. Si su voluntad se lo permite, se engañará, y continuará con la creencia de los absolutos, con Dios, por ser claros, y vivirá una existencia velada e inauténtica. O puede superarse. Sin embargo, el absurdo lo crea el hombre al buscar. En el comienzo de la Metafísica, Aristóteles dice “todos los hombres tienen por naturaleza el deseo de saber”. Pero, ¿la constitución del saber viene dada por naturaleza? Camus dice que el mundo es sin más, no es razonable. ¿Cómo es posible ese “por naturaleza” deseo de saber? A fin de cuentas, también la intuición de una Naturaleza, como un algo ordenador, no es más que otro constructo del hombre. Así, sucesivamente, el absurdo se ve proyectado. Pero el hombre, al ser consciente de ello, es más libre. El absurdo, y conocer el absurdo, pasa a ser lo mismo que conocer la Verdad: la sabiduría –aunque sea la de conocer que nada es cognoscible– nos hace ser más libres. Lo necesario es ser consecuente con lo que se conoce. El hombre absurdo es el consecuente, el que conoce el absurdo del mundo, y sin embargo, sigue adelante. Es el “hombre que dice sí”. El que se encuentra sobre el abismo, sobre la Nada, y aún así continúa con la vida. Nada tiene sentido, pero de todas formas, este hombre se esfuerza sin pensar en el futuro, o sin creer en el futuro. Es un creador que sabe de la inutilidad de su creación –para Camus, un Dostoievsky, por ejemplo, y sus personajes–. No tiene esperanzas, por eso es dueño de su destino. El hombre absurdo acepta los límites (del mundo, como hombre, etc.) y es dueño de lo que contiene, y poder moldearlo. Y en su desgracia, su eterna y absurda tarea, Sísifo es el hombre absurdo, y es feliz.
¿Cómo se da esto actualmente? ¿Podemos ver a Sísifo caminar entre nosotros? ¿Hemos asimilado de alguna manera la revelación que ha sido el s. XX sobre el absurdo del mundo? La construcción de sistemas ideales y perfectos, que no son atacados en ningún momento por la contradicción, comenzó a caer durante el s. XIX; y el s. XX sin duda ha significado un duro golpe para estos sistemas, que se podría decir, “han visto el infierno”. Desde que esto sucede, cunde en Occidente la contingencia, la inversión o la “desvalorización” de los valores, el relativismo. En resumen, la Postmodernidad. Por así decirlo, somos conscientes de que la hechura del mundo que tenemos, o que nos ha sido transmitida por la tradición, es poco menos que un fraude. Antropocentrismo, determinismo, finalidad, necesidad, todo como características propias del hombre, han sido hundidos. Nos damos cuenta que el Hombre es un “algo”, una cosa cualquiera lanzada al mar, como diría Ortega. Hemos asumido la contingencia del mundo, y sobre todo, la contingencia de los constructos racionales del hombre. La caída de las certezas lleva al relativismo, a una pluralidad de posibles donde cualquier cosa tiene la capacidad de ser “válido”. Visto en el plano político y ético, esto se ve mejor que en ningún otro lado. Sin embargo, este no es el sentido del Absurdo de Camus. Reducir el absurdo del mundo a relativismo, a “todo vale”, es desvirtuar completamente su sentido. Si esto fuera así, a Sísifo no le veríamos haciendo su trabajo y cargar con la roca a sabiendas de que es una tarea infecunda, pero haciéndolo; Sísifo habría dejado la roca y se hubiera marchado a comer con Tántalo. La Postmodernidad da la vuelta al sentido del absurdo, eliminando toda la tragedia. Y, “a la muerte de Dios” y el fin de los antiguos valores, no queda patente el vacío y se contempla al hombre sobre el abismo dejado, sino que es llenado por hedonismo, o dicho de otra forma, aparece el “autoengaño” para poder soportar el absurdo. A fin de cuentas, la Postmodernidad puede considerarse un sistema ideal, sin ideal, un marco y estructura de relatividades. No es más que otra forma de mantener a Dios en los altares con otro nombre y a los valores con una nueva interpretación. Eso es no haber entendido el absurdo del mundo.
El hombre absurdo, como ya he dicho antes, sabe del sinsentido del mundo, pero no por ello intenta ocultarlo, velarlo, o seguir ahondando en la realidad para saber si de verdad nada se esconde bajo la materia; es consecuente con el sinsentido, lo acepta. Y al no haber un orden superior, él es dueño de sí mismo, y de los límites a los que quiera acceder dentro del absurdo. Actualmente, el hombre absurdo se ve en la ironía, en la aceptación de la tragedia (siempre en el sentido griego), y jugar con ella. Sísifo es un “trágico desenfadado”, que comprende su situación, y se jacta de su miseria. Un buen ejemplo puede ser la ironía con la que Voltaire trata la máxima de Leibniz –vivimos en el mejor de los mundo posibles– en Cándido. Aquí entramos ya en la segunda parte de Camus, la del “hombre rebelde”, el hombre que dice no. Este, supera la aceptación del absurdo y del sinsentido del mundo, y quiere construir contra toda falsa certeza anterior un mundo, “una realidad”, más humanista, lejos de metafísicas, dioses e historicismos. Es el hombre que se rebela contra la historia, contra el mal –metafísico– del hombre, y desea volver a la tierra, y ser verdadero dueño de los límites de su absurdo.
Sin embargo, este tema, además de que supera los límites de este artículo, no podría hablar de él con seguridad, ya que todavía no hemos entendido el absurdo en la actualidad. Seguimos aferrados a leyes heterónomas, que pretendemos han salido de nosotros, pero esto es algo que está inserto en el hombre, en sus estructuras de pensamiento. Y como decía Nietzsche, “nunca los libraremos de Dios hasta que no nos libremos de la gramática”. La miseria del hombre es seguir creyendo en idealidades y certezas, en axiomas, y pensar que no existe tal miseria. La miseria, la tragedia, es algo que se nos ha revelado natural al hombre. Aceptarlo y decir sí, es el primer paso para construir un “algo” mejor para el hombre. Y tendremos que imaginarnos a Sísifo feliz, ciego, mirando el paisaje que se le aparece mientras baja a recoger la roca y volver a su eterno –absurdo– trabajo.
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