[En estos tiempos inciertos – Guillermo Alvah]
Aquella mañana, cuando desperté, me vi convertido en persona. No lo supe inmediatamente. Estaba adormecido, enctumecido, y todo a mi alrededor era oscuro, y entrecerrados los ojos no conseguí ver nada. Fue el roce de mis dedos, esos nuevos dedos, a un movimiento de mis manos, contra las sábanas, lo que perturbó mi descanso en oscuros sueños. Levanté vagamente lo que ahora era mi cabeza, vislumbré mi cuerpo bajo las sábanas, y me horroricé.
Me removí asustado. No podía comprenderlo. ¿Cómo había sucedido? No era dueño de mis miembros, y con un mal movimiento terminé en el suelo, bocabajo, sin ningún control de mi cuerpo. Y ahí permanecí. Pasé horas angustiosas. No tenía fuerza suficiente en los músculos, ni la voluntad precisa, para vovlerme. Respiraba contra el suelo. Estaba frío. No podía ver más allá de un palmo, y sólo veía la pared blanca. Me revolví todo lo que pude, pero fue inútil. Mis extremidades carecían de fuerza. Me apoyé en el suelo con las manos, buscando incorporarme. Saqué fuerzas de donde no las tenía, pero, evidentemente, no las tenía, y con un sonoro golpe, del esfuerzo, me desmayé.
Desperté al cabo del tiempo, no sé cuanto. Nada a mi alrededor me permitía saber el paso de las horas, ni cambios de luz, ni de temperatura, nada. Todo era neutro y aséptico. Pero supe que debía haber pasado el tiempo, porque mi cuerpo se encontraba vagamente fortalecido. Por fin sentí mis músculos algo más consistentes que antes. Tal vez ese sueño en el suelo tuvo algo que ver. Pese a ello, seguía agarrotado. La cara la tenía entumecida, y en esos momentos sólo pensaba en la verticalidad. Hice acopio de fuerzas y presto, ahora sí, me di la vuelta. Entonces, fui cegado por la luz.
Mis ojos no estaban acostumbrados a la claridad, y por un momento todo fue ardiente blancura. Me tape los ojos y gire la cabeza hasta que mi vista se adaptó, y lo que vi me sobrecogió. Aquel lugar era una pequeña sala, cúbica, gris, sin adornos, y lo más intrigante: no tenía puerta, tan sólo una pequeña ventana. Pero en ese momento no me sorprendió, tan solo observaba. Con esfuerzo me senté, y seguí observando la habitación. Era simple. Tenía un camastro, del que me caí, a mi izquierda. Al fondo estaba la ventana, de no más de un metro de alta. A su derecha había una mesita anclada a la pared, y un taburete. A la izquierda, sólo un espejo en el muro. La luz provenía de un aplique encastrado en el muro, pues nada de luz atravesaba el ventanuco. A duras penas conseguí levatarme, aunque ya tenía más fuerzas.
Me tambaleé un momento en mi nueva posición y, alcanzada la estabilidad, continué observando. Sun duda, pensé más tarde, la sala parecía una celda carcelaria, toda gris, sin adornos, funcional. Allí estaban el camastro, la mesita con el taburate, el espejo, y la ventana. Repasé las paredes: no había puerta, ni visos de que la hubiera habido. Me acerqué a la parte libre de los muros. Toqueteé superficies y rincones. Ni una rendija, ni una impureza o mecanismo que dejara entrever la existencia de una puerta. Sólo la ventana. Fui hacia ella.
Era una ventana corriente. Se abrió con un sonoro «clac» y algo de fuerza. Las hojas se abrieron hacia fuera, y sólo vi niebla, una densa niebla. Saqué la cabeza, y en todas direcciones, sólo niebla. El vano de la ventana se abría en una pared lisa de roca con poca pinta de terminar hacia arriba o hacia abajo. Se abría a una inmensidad opaca. Grité, y por única respuesta obtuv un eco nuboso y agitado. Cerré la ventana y me senté en el taburete, y me apoyé en la mesa. Todo era demasiado inverosímil, demasiado inexplicable para ser real. Debía ser un sueño; sí, eso era, sólo un sueño. Y suspiré de alivio. Entonces, por primera vez desde que desperté, reparé en mí mismo. Salté de mi asiento y me puse delante del espejo. Dios mío… Era una persona.
Era un hombre, y tenía todo lo que solían tener las personas: unas piernas, unos brazos, una cara, una cara con personalidad, con ojos, con boca y nariz. Manos que sentían y tocaban. Faascinante. Tenía además una «voz», una voz interna que me decía lo que veía en términos que entendía, pero no reconocía por haberlos aprendido anteriormente. Pero ese no era yo, era otro. ¿Cómo había llegado a «eso»? ¿Qué explicación podría dar? No se la encontré por ningún lado. Estaba mareándome, la habitación daba vueltas, y mi cabeza también. Así que decidí echarme un rato en aquel catre duro, y no tardé en dormirme. Para mi asombro, soñé.
No sé cuánto tiempo estuve duriendo, pero sé que dio para mucho. De pronto, me sentí consciente cuando antes no lo era, pero sólo vi negrura. Y me sentí a mí mismo allí, mirando. A esto que empieza a formarse en un punto cuya distancia de él no pude discernir, como un vórtice girando, de derecha a izquierda, lleno de colores. Aparecieron nibres que se unían moviéndose en posiciones opuestas. Yo miraba desde fuera, y se abrió ante mi una rueda giratoria de colores y formas increibles, orgánicas, y llenas de vida. Y vi campos ondeando su imagen por un viento salido de más allá de mi sueño. Era una imagen vital, llena de alegría. Y me senté a sonreir. Pero entonces el vórtice comenzó a girar hacia el otro lado. Y caí.
En la caida vi a mi alrededor almas desconsoladas gritando. Ya no había vida en el vórtice, por el cual estaba siendo devorado. Vi bosques que ardían. Todo giraba en llamas grises, ni siquiera el fuego tenía calor; la muerte no tiene calor. También vi cosas que no habñia visto nunca, que no había comprendido nunca. Vi seres como yo era ahora haciendo las más dispares cosas. Gritaban, y caían al suelo, muertos. Había máquinas lanzando objetos explosivo, que mataban, y hombres con máquinas asesinas, derramando sangre gris de sus iguales. Vi caer a todos los humanos muertos y sus cosas y su humanidad. El vórtice de vida se había vuelto vórtice de perdición. Vi el futuro de los hombres pasado, fui omnisciente; pero no pude reconocer mi presente.
Desperté sobresaltado, cubierto de sudor. Miré a mi alrededor y vi la habitación. Nada había cambiado. O sí había cambiado. Ya no veía la habitación como antes. Era más pequeña, más oscura, desconsoladoramente segura, y ajena. Era el centro del Todo y la Nada de un mundo que en realidad no era. Miré a la ventana, y me incorporé en la cama. Sólo veía una salida. ¿Cómo vivir en un mundo que no es, que para mi no existe, donde nunca he sido… persona?
Me acerqué a la cventana, me encaramé al marco, y me senté en el alfeizar con mis piernas colgando hacia afuera. Y allí permanecí, mirando a la niebla infinita, imposible.