Lacasitos

[Since I’ve been loving you – Led Zeppelin]

Estaba refrescándose la cara en el lavabo del baño, y cuando levantó la cara del mármol, vio una cara conocida en el reflejo del espejo. Se giró sobresaltada, pero allí no había nadie.

El de aquella mañana había sido un susto muy extraño. Nunca le había ocurrido algo así, por lo menos que ella recordara. Aquella cara… La reconocía, pero se resistía a creer que la había visto. A ver, se la habría imaginado, o sería un efecto óptico, estaría baja de azucar, ¡lo que fuera! Pero no entendía porqué él.

Sus padres trabajaban; su hermana estudiaba fuera; y ella, en paro, estaba sola en la casa. Miró el móvil: las once y media (más o menos). Se levantó del sofá y dejó el «Casa y Jardín» del mes pasado en la mesa. «Una lee cualquier cosa cuando se aburre», pensó. Fue a su cuarto, a enviar algún currículum, y de paso ver si su novio no tenía clase, y se podía despejar un rato. Y si no, pues a ver algo, alguna serie, o lo que fuera. Igual ya estaba el último de Cómo conocí a vuestra madre… «Pero qué manera de perder el tiempo». Llevaba demasiado tiempo si hacer nada, y eso afecta. Necesitaba un curro ya.

De camino la habitación pasó por la cocina y buscó en el frigorífico una cerveza. No había… por lo menos fría. Se conformaría con una coca-cola. Pero antes se molestó en meter cervezas, «que nunca hay frías, coño». Una vez terminado, con suma delicadeza cortó las arandelas esas del plástico de las latas, «p’a que los pesesitos no se ajorquen«. Y a reciclar. Ahora ya sí, fue a su habitación.

Y es que, ¡claro! Ahora no contratan a nadie. Excusas de la crisis. Había echado tropecientos curriculums, y ya tiraba a lo que cayera. Y ni con esas. Pero no se iba a rendir. Más que nada porque la economía no estaba para rendirse. Pronto ni para cervezas. Tenía idiomas, títulos, cursos, másteres, cartas de recomendación y hasta sus «propios crampones» (para escalar puestos… chiste malo). Hoy probaría con tiendas de ropa, que no le hacía demasiada ilusión pero igual caían con un par de llama-¡COÑO!.

Era la segunda vez en el día. El susto había sido tal, que terminó en el suelo hiperventilando. La coca-cola se le resbaló y terminó derramada en el suelo, formando un charco a sus pies de un burbujeante liquido amarronao. Levantó la vista, poco a poco, y en mitad del cuarto, junto a la cama, se topó con unos pies que confirmaban su susto. «Mierda, mierda,… sigue ahí…» Siguió hacia arriba, y vio unas manos que se frotaban nerviosas. «Ya está, ya me han violado…» En el último tramo, dio con una cara, moderadamente amable, extremadamente conocida, que dio al traste con sus expectativas de violación. Casi hubiera sido esto un alivio. Entonces, comenzó el diálogo:

– ¿Estás bien? – Dijo el extraño.

– ¿¡Qué coño haces aquí!?

Se levantó con dificultad, él ni se molestó en ayudarla. Pisó la coca-cola y se pringó un pie. Mientras, él la miraba con sarcasmo en las cejas.

– Tal vez debería limpiar eso…

Ella le miró con odio bíblico.

– Te he hecho una pregunta, imbécil.

– Pues…

– ¿Pero que hago hablando contigo? ¡Fuera de mi casa o te reviento!

– Qué poco cortés… De todas formas, eso va a ser francamente imposible.

– ¿Quieres comprobarlo?

– Sería interesante, pero no. No me puedes echar, más que nada porque «yo» no estoy aquí.

– ¡Imbécil! ¿Vas bebido? ¡Te estoy viendo!

– Pero eso no quiere decir que esté aquí, es más, ni siquiera soy «yo».

– Te vas a enterar…

Y la muchacha se lanzó hacia él con furia, y cuando fue a agarrarle, este ya no estaba donde se suponía. Se dio la vuelta y vio al joven apoyado en el marco de la puerta, con aire despreocupado.

– ¿Cómo carajo has…?

– Te lo he dicho, no… «estoy»… físicamente. No te rayes. «Yo» no soy «él». Buf… Soy un juego de tu subsconsciente. Creo que debes estar un poco «ida», con esto de estar parada, t’ol día encerrada, te ha tenido que afectar. Y me has… ¿creado? O algo así.

Ella miraba con el rostro desencajado.

– Entonces… ¿Qué coño eres?

– «El fantasma de las navidades pasadas». -Dijo esto con cierto tono lúgubre. La muchacha enarcó las cejas. Él rió nervioso entre dientes. – Siempre he querido deci eso…

– Bueno… ¿qué haces aquí?

– Pues… supongo que quieres entretenerte porque estás muy aburrida… o te estás cuestionando tu vida. Sí, una de esas dos cosas debe ser.

– ¿Y de qué me vales tú, sea lo que sea?

– ¡Ah! Eso es cosa tuya.

Frunció el ceño. Se sacudió el pijama y se sentó en la silla del escritorio. Miró con odio al muchacho, y este tragó saliva.

– Sigues siendo igual de impertinente.

– Seamos justos: es así como me recuerdas.

El muchacho se desplazó de la puerta a la cama, donde se sentó. Ella continuaba en la silla del escritorio, observándole con suspicacia.

– Entonces, ¿qué? ¿Estoy alucinando?

– Técnicamente no. Si alucinaras, me verías realmente e interactuarías físicamente conmigo, que sería independiente de ti (aunque tú llevaras a cabo mis acciones como si fueran mías). En este caso, tú sólo me pones, mudo, en este escenario. Vamos, que todo esto es una conversación en tu cabeza. Si alguien te viera ahora, simplemente estarías mirando al infinito para él. Aunque no sabría decir en cuál de los dos casos estás más loca…

– ¿Y por qué tú? Sé que mi vida no ha sido últimamente una canción, pero precisamente tú no has tenido nada que ver.

– Bueno, pues aquí estoy.

– ¿Qué pretendes? ¿Ayudarme? ¿Estás de coña? Tú ya no puedes ayudarme.

Su expresión se volvió sombría. Se recogió sobre sí en la silla, y habló con un murmullo apenas audible.

– Tú ya no sabes nada de mi. No me conoces.

– No es porque no quiera saberlo.

– Perdona, pero aquí Mister Señor Importante tenía siempre demasiado que hacer…

– «Mister Señ..»… ¡Oh! ¡Qué repetición más inútil! Además, ¿no crees que esa expresión está ya muy manida? Los noventa ya pasaron…

– …y encima no se puede mantener una convesación seria contigo porque eres lo más irritante del mundo. Siempre corrigiendo. Siempre «mimimí esto, mimimimí aquello»…

– «mimimi…» ¡Puf! ¿Sabes? Me gusta cuando los perros apoyan la cabeza en la pierna y echan esa mirada tan mona hacia arriba, y desaparece su boca entre los mofletes esos de perro que tienen los perros… Qué ricura. Eso las personas no lo podemos hacer… por eso de tener mentón, pero bueno…

– ¿¡Se puede saber qué estás diciendo!?

– Cambio de tema. No me gustaban los derroteros que estaba tomando la conversación.

– ¿¡Ves!? ¡Idiota!

– Te estás irritando.

– Tú me irritas.

– Eso, mata al mensajero.

– No soporto más.

Se levantó en dirección a la puerta, dispuesta a marcharse. Agarró el pomo con furia, pero no llegó a girarlo.

– ¿Pero qué haces? – Se dijo a sí misma. – Sólo tengo que dejar de pensar que estás aquí, dejar de imaginarte.

– Si fuera tan fácil, hija mía…

– ¡Calla! Sólo necesito concentración…

Cerró los ojos con fuerza, intentó dejar de pensar en aquella situación, y en aquel impertinente duende que se había colado en su habitación, o en su mente, o donde fuera. Sonrió. «Ya está», pensó. Abrió los ojos, y lo primero que se encontró fue con aquella cara sonriente que la miraba con el resto de un cuerpo sentado en la cama.

– Entonces… ¿Te gusta eso que hacen los perros o no?

De pie en mitad de su cuarto le señaló cabreadísima. Él mantenía la calma.

– ¡Vete!

– Lo lamento: no puedo.

– ¿¡Por qué!?

– No me dejas.

– ¡No! ¡Vete! Yo te dejo.

– No es tan sencillo. Supongo que tengo algo que hacer. Si no, no estaría aquí.

– ¿¡Y qué haces aquí!?

– ¿Puedes dejar de gritar?

– ¡No!

– Pues… Tal vez me eches de menos.

– Eso ni soñarlo.

– ¿Tanta aversión me tienes? ¿Es que me odias? No sabía que te hiciera sentir eso…

El joven bajó la cabeza, abatido. Ante esto, la muchacha midió su ira. Le veía sinceramente afectado, aunque no confiaba en que no estuviera actuando.

– No quise decir eso. Lo que pasa es que no creo que el «echarte de menos» sea la razó de que esté aquí.

La actitud del joven cambió de improviso.

– ¡Estupendo! Nos acercamos. Vamos desbrozando razones. Y, ¿por qué crees eso?

– Bueno… Ha pasado mucho tiempo. Nos distanciamos mucho. ahora tenemos una relación de saludo porque nos conocemos. Tú seguiste tu vida y yo la mía, fin.

– Porque así lo quisiste.

– Sí, así lo quise. Fue lo correcto.

– Lo correcto.

Se hizo un breve silencio. Ella le miraba con dureza, y él observaba con expresión sardónica. Ella continuaba de pie, frente a él, que se había recostado un poco en la cama. Fue él quien rompió el silenco.

– Y desde entonces, todo te ha ido más o menos bien. Terminaste la carrera, trabajas en lo que encuentras, sales con moderación, tuviste un par (o tres) rollos por ahí desperdigados, y ahora sales con un chico maravilloso, tal y como delata ese lapsus de sonrisa. Tu familia te quiere y aprecia, y tienes amigos que confía en ti y tú en ellos. Digamos , las cosas no te van mal. Hay altibajos, sí, pero como en todo. Te mueves contenta.

– Entonces dime por qué te veo.

– Tal vez, hagamos una suposición, «represente» algo. Quiero decir, que te recuerdo a algo. Puede que incluso no tenga que ver conmigo… directamente. No sé… ¿Qué recuerdas de entonces?

Ahora la conversación fluía entre silencios comedidos, íntimos. La irritación de ella había cesado en parte y él parecía mucho más cómodo.

– Fue una época bastante… ¿Cómo decirlo? «Impactante». A ver… fue como intentar dar un salto hacia adelante sin darnos cuenta que… no teníamos… piernas… Me estoy liando. – Calló un momento, pensando sus palabras. -Quisimos darle forma al resto de la vida, hacer el mundo con nuestras manos, cuando en realidad el día de mañana no sabía por donde me ibas a salir. Tú y tus cosas… Y yo me empapaba de esa… pasión. Y me gustaba. Pero, era… más que un querer, una intuición de «eso». No sé explicarme.

Se quedó pensativa, mirando a ninguna parte, tal vez mirándose al interior.

– ¿A qué te recuerdo?

– A un coche. Blanco. Un coche blanco.

– ¿Te acuerdas de los lacasitos? – Le espetó ella. Se había tomado un momento y ahora parecía mucho más relajada. Ahora estaba sentada en el suelo, frente a la cama, lo cuál obligó al muchacho a incorporarse e inclinarse hacia delante. Se miraban a los ojos. Él desde arriba, ella desde abajo, cada vez más cerca. Continuó hablando.- Te pasaste meses dándome la tabarra, con lacasitos prácticamente todos los días que me veías, antes de que estuvieramos juntos. Y si no eran lacasitos eran pikotas. Te gastarías un verdadero dineral, porque lo hiciste bastante tiempo. Y al final, conseguiste comprarme.

– Te lo he dicho un montón de veces: no quería comprarte. Sólo me gustaba verte feliz, y a falta de otra cosa, pues lacasitos. Me ponía contento tu sonrisa, pasara lo que pasara.

– Lo sé.

Se hizo otro silencio, pero este fue más amable. El tono de ella se había tornado afable, y sonreía sinceramente. Él también sonreía, pero su sonrisa era triste.

– Oye, ¿por qué te recuerdo a un coche… blanco, para ser más exactos?

Ella rió discretamente.

– No eres tú. Más bien… lo que tuvimos fue ese coche blanco. Yo era un perro… perra… lo que sea, persiguiéndolo. A ver, imagínate a un perro de estos que se sientan en la acera a ver pasar coches, y de vez en cuando, les da por ahí, y se ponen a perseguirlos. De la mayoría pasan en un momento, pero siempre hay un coche al que, por lo que sea, persiguen con todas sus fuerzas, sabiendo que nunca van a alcanzarlo. Ponen todo su empeño en coger ese coche, es lo que quieren, aunque saben que no van a alcanzarlo. Y eso es lo peor de todo. Tú… lo que tuvimos… era mi coche blanco.

– Vaya… no sé qué decir. Supongo que nunca estuve a la altura de las circunstancias.

– ¡Por supuesto que no! Pero tenías buen corazón, y fui feliz. Lo que pasó es que al final se me agotaron las fuerzas para continuar la persecución, y quedé sentada en mitad de la carretera, exhausta, viendo como mi coche blanco se perdía en una rotonda. Lo que ocurre cuando el corazón se para.

– Y ahí te despediste de mi.

– Así es.

– Y ahora… persigues otro coche.

– No. No es eso. O no exactamente. Más bien, ahora busco un coche que perseguir.

– No te entiendo.

– Pues, que ya no hay lacasitos.

– ¿Puedes dejas de hablar con metáforas? Eso es lo que hago yo, no tú.

Ella le atravesó con una mirada fulminante.

– Que no soy capaz de sacarle emoción a las cosas. Que cada día es más desilusionante que el anterior. Es tedioso. Y muy cansado.

– ¿Y qué tengo yo que ver con eso?

– Supongo que me recuerdas otra época. Ya sabes, sin tener que trabajar, ni buscarse la vida, con pocas responsabilidades. La emoción de perder la vida persiguiendo un coche blanco, persiguiéndote en tu rareza. El placer de casi conseguirlo. Soñar con lacasitos, no con entrevistas de trabajo.

Ambos bajaron la mirada, afectados. Ya estaba claro la presencia de ese «trozo» de pasado. Por lo menos, en parte. Ninguno se atrevió a pronunciar palabra. Él miraba a su alrededor, algo nervioso; y ella lo miraba a él, desconsolada, como a un antiguo amante en el desamparo. Sus miradas se encontraron cuando él acertó a decir:

– No dejamos nada…

– Sí…

– El tiempo pasa, y aunque estamos contentos con lo que hacemos, con cómo vivimos, y lo que ya vivimos, no hay mayor desilusión que saber que… el tiempo pasa.

– Tuvimos algo muy bonito, ¿verdad? Con nuestros altibajos y tal, pero bonito. Tú siempre sabías sorprenderme.

– Y tú siempre me dabas la pasión donde más me faltaba.

– Fuimos bastante felices.

Volvió el silencio. El ambiente se tornó tenso, asfixiante casi. A ella le brotó una brizna de rocío de los ojos. Él la miraba afectado. Tras unos momentos, repitió la sentencia de antes.

– No dejamos nada.

En ese instante, ella se levantó torpe pero rápida. pisó el charco de coca-cola, apenas seco, y salió de la habitación como un viento, sin dar oportunidad a réplica. Él quedó en la habitación, mientras, ella abría la puerta del piso y cerraba tras de sí con un portazo.  Se apoyó en la puerta y, nerviosa, se dirigió a las escaleras en el rellano. Allí se sentó, se recostó en la pared, y apoyó la cabeza sobre su brazo. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue que se había dejado el tabaco dentro.

Alguien comenzó a bajar las escaleras. No se había escuchado ninguna puerta abrirse o cerrarse en los pisos superiores. Sólo esas pisadas bajando parsimoniosamente las escaleras. A pocos pasos de donde estaba la muchacha sentada, se detuvieron. No se giró a mirar, no le importaba quien fuera. Aquella persona que había bajado las escaleras y se había parado junto a ella, se sentó un par de escalones por encima suyo. Ella permaneció quieta y callada, como si nada existiera. Entonces, aquella persona habló, sin que ella se inmutase.

– Recuerdo la… última vez que te di… que te fui a dar lacasitos. No deberías saberlo, pero supongo que lo intuíste en su momento. Aquella vez… llevaba una bolsa de lacasitos en el bolsillo. Con el calor estaba un poco deshechos. Me encontré contigo en el bar de la facultad. Como siempre, tuve que esperarte. Nunca fuiste nada puntual… El caso es que nos pusimos a hablar de nuestras cosas… una cerveza, y a echar el rato. No recuerdo qué fue lo que me contaste aquel día, pero cuando pensé en darte los lacasitos… no le vi sentido. Tú seguías siendo la misma, te seguía queriendo. Sin embargo, no fui capaz de darte aquellos lacasitos. Ya no era lo mismo, ya no significaba lo mismo, pese a que todo fuera igual. Y los lacasitos… simplemente se los di a otra persona. Era su finalidad. Me dio pena no ser capaz de darte aquellos lacasitos, supongo que significó el comoenzo de algo distinto, y algo así fue…

Guardó silencio, y permaneció así un rato. Ella no se había movido en todo en relato. Entonces, él sepuso en pie y, del mismo modo que había bajado, subió las escaleras, hasta que sus pasos se perdieron. Pasado un rato, ella se movió, se levantó lentamente con los ojos puestos en el suelo, sin mirar atrás. Caminó por el pasillo hasta la puerta de su casa, que abrió con calma. No se giró en ningún momento, sólo esbozó una sonrisa, tal vez sardónica: sabía que allí ya no había nadie. Cruzó el umbral y cerró la puerta.

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