Inauguro esta sección de «Históricas y Lugares», en la que, como su propio nombre indica, hablaré de historia y de lugares del mundo, con mi gran amor verde, la isla que llevo en el corazón. Un vergel soñado, que es al mismo tiempo paraíso y miseria, luz y oscuridad. Así es Irlanda, una tierra de tensión, de santidad y paganismo, donde se dan las cuatro estaciones en un día. No quiero hacer una reseña completa «wikipédica» sobre todos los rasgos de Irlanda, quiero, más bien, plasmar mis impresiones de cuando la visité hace unos años, y que todavía sueño con volver. Es más, cada verano que ha pasado después de mi viaje, ha sido el «verano del regreso», todavía como promesa desafortunada. (Todas las fotos son propias).
¿Qué se puede decir de Irlanda? Con lo wittgensteiniano que estoy últimamente, diría que no cabe decir nada. Irlanda es puro mostrar, no se puede explicar qué se siente al estar allí, hay que vivirlo. Pero claro, Wittgenstein también decía que para poder ver lo que hay más allá del lenguaje, hay que agotarlo. Por eso, voy a intentar decir algo, para que vosotros intuyáis el resto. Porque Irlanda es un sumergirse en otra realidad, en una magia perenne, permeable a todos los cuerpos. Podría sólo hablar de Dublín, y me faltarían alabanzas. Hasta sus suburbios desprenden un encanto especial. Puede que sea ese ambiente de alegría calmada e incluso triste, mojada pero sonriente. Esa es la primera imagen que te llevas de Irlanda: la lluvia. Después hay muchas más estampas que recoger. En primer lugar, como ya he dicho, la magia que lo impregna todo, y su verdor. Ir a Irlanda es ir a ver verde. Pero no ese verde oscuro, duro, que se ve en los dos tercios sur de España (también precioso). Es un verde brillante, claro y luminoso, que se extiende hasta donde la vista alcanza, subiendo y bajando colinas redondeadas, casas de aspecto altomedieval, monasterios, etc. Y la continua sensación de estar en presencia de seres invisibles, de los antiguos Tuatha De Danann. Andar por las tierras donde lucharon Lugh Brazolargo y Balor el fomoriano en la Segunda Batalla de Moytura; donde vivieron los gallegos Hijos de Mil; donde los irlandeses salvaron la civilización occidental. Y sentirte rodeado de diablillos curiosos salidos de los sidh, mientras andas por un sendero hoyado por druidas hará cientos de años. No hay nada más romántico.
Recuerdo con especial cariño dos viajes más allá de Dublín por las tierras de Irlanda. El primero fue a la región de Wicklow, una cuenca no demasiado lejos de la capital rodeada de montañas. En especial, el punto central de esta región a nivel histórico, turístico, y paisajístico es Glendalough, o «el valle de los dos lagos». Aquí, además de un hermoso valle, hay lo que fuera una antigua aldea «celta», y sobre sus restos, un monasterio, con su enigmática torre circular y un cementerio precioso. Uno cree que se va a cansar de ver cruces celtas pero no es cierto. Es fascinante pasear entre lápidas todo cubierto de hierba, como si la naturaleza hubiera ocupado de nuevo su lugar sobre los hombres. En este lugar aprendí que, pese a las distancias, todos nos encontramos bajo un mismo cielo, y hacemos las mismas tonterías seamos de donde seamos. Sobre todo por amor. En el segundo viaje atravesé toda Irlanda hasta Galway, cruzando las vegas del Shannon y, qué sorpresa, más cementerios «celtas». Todo lo rural de Irlanda, lo vi montado en un autobús cuyo conductor no veía el peligro y conducía a ochenta y cien kilómetros por hora por carreteras secundarias inundadas. Además del increible viaje atravesando la isla esmeralda, lo más sorprendente de este viaje fue los Acantilados de Moher. Sobre la experiencia de estar sobre estos acantilados no puedo decir nada. Y las fotos poco valen. Lo increible es estar allí, suspendido a cientos de metros sobre el agua, lloviendo. Deseando saltar.
Uno se siente pequeño ante estas experiencias. Y la única forma calmar el alma es el alcohol. Si algo sobra en Irlanda, además de pasto, es alcohol. Y para degustarlo, no hace falta irse muy lejos, aunque son reseñables tanto la fábrica de Guinnes en la puerta de San Seamus (Santiago para nosotros) o la destilería de Jameson (qué cogorzas…) Si estuviera en mi mano, me pasaría una semana en Dublín sin albergue ni nada deambulando por las calles. Hay casi tantos bares pro habitante como aquí en España, con una sutil diferencia: allí, por muy cutres que sean, todo, repito, TODOS, tienen clase. Cuando te sumerjes en las calles del Temple Bar, es como entrar en los delirios oníricos de Finnegan’s Wake. O en cualquier otro lugar. Yo encontré «mi» bar bajo las vías del tren cerca de Tara Station. Allí hablé junto con otros con un hombre mayor que nos contó su vida y miserias, y las de su hijo; allí reconocí la «radioactividad» del rio Liffey, el rio que atraviesa Dublín. Allí también fui vencido por dos suizos al futbolín, lo cual fue una deshonra para nosotros los españoles que jugábamos al otro lado. Después no hay nada mejor que perderse por las calles de la ciudad vieja. Sus pequeños puentes cruzando el rio (como el Half-Penny). O esas pequeñas tiendas que se encuentran por casualidad, de comics, de libros antiguos, de música. Porque esa es otra, la ciudad es todo música. Música por las calles, y no en plan cutre y rumano como aquí en España, de acordeones y siringas. Verdaderos grupos con todo el equipo por las calles, cada veinte metros, un grupo de rock; dos tíos con unas marimbas enormes; violines y flautas; y de calidad. Tuve la suerte además de ir a un concierto de Kila en The Buttom Factory. Sin duda, uno de los mejores (por no decir el mejor) conciertos de mi vida.
Pero hay un mundo más allá del centro de Dublín, aunque ¿a quién le importa? Si nos alejamos poco a poco del Temple Bar, nos topamos con todo lo bonito e interesante que hay en Dublín sin necesidar de ir más allá de los muros de la ciudad. Si vamos al norte del rio Liffey, de oeste a este (de tierra adentro hacia el mar) nos encontramos con Phoenix Park, uno de los parques urbanos más grandes que existen, con su zoo y todo, perfecto para pasar un sábado. La zona de Dublín 1 (el casco urbano al norte del rio) es una zona populosa, donde se concentran tiendas y locales de fiesta en Henry St., Parnell St., o la mismísima O’Connell St., arteria principal de Dublín. Por allí está la estatua de James Joyce (y qué ganas de celebrar el Bloom’s Day), y su casa; el parque botánico, el cual me sorprendió con una estatua de Sócrates en un momento complicado de mi vida (un gran Ñó); o el Croke Park, donde se puede disfrutar del hurling o del fútbol irlandés. También se encuentra por ahí mi apreciada Black Church, amén de otros muchos edificios muy interesantes, y parques. Un poco más lejos hacia el norte está la península de Howth, con sus acantilados y sus focas.
Hacia el sur del río hay cosas todavía más interesantes. Además de la ciudad vieja y la ciudad vikinga (la Dublina), está toda la zona «inglesa», no sé ahora mismo si jacobina o georgiana, pero preciosa. En el extremo oeste está la famosa cárcel de Kilmainham Gaol, famosa por retener a presos políticos durante el s. XIX y principios del XX. Después todo lo interesante lo tenemos justo al lado del Temple Bar: el Trinity College, donde se custodia el Libro de Kells; la catedral de San Patricio; los fantásticos parques de St. Stephen Green y Merrion Square, donde pasé más de una tarde tirado en el cesped. Estos prácticamente rodean la mayoría de los museos de Dublín, entre Kildare St. y Merrion Square. Y a la salida de St. Stephen tenemos la encantadora Grafton St., la calle de las tiendas por excelencia, el centro guiri de Dublín. Por allí ya nos perdemos por sus callejuelas, con sus monumentos y sus edificios hermosísimos, el mercado antiguo, y sus orgásmicas tiendas de música donde te dejan tocar cualquier instrumento mientras no molestes. Yo toqué extasiado una guitarra de 1700€. Enamoradito quedé de esa ciudad.
Me apuesto mi mano izquierda a que se me quedan millones de cosas que vi y no me acuerdo. Pero es que fue demasiado. No es ya sólo por el placer de andar por un lugar hermoso, es todo lo que le acompaña: su gente, sus sonidos, su historia. Además de los personajes que pueblan cada esquina, desde el ya citado Joyce a Swift; o leer a Shaw esperando a Beckett en el Rory Gallagher Corner, y ver que todo es porque dice Berkeley que lo ha visto. Uno empieza sólo escuchando música con lejanos ecos de esa tierra, o leyendo sus historias y mitos, conociendo a sus antepasados, y acaba viajando allí y teniendo una de las mejores experiencias de su vida, y, ¿por qué no decirlo? También una de las más devastadoras. Ya nada volvió a ser lo mismo después de Irlanda. Pero aquí seguimos, deseando volver. Realmente merece la pena ir a Irlanda, aunque sólo sea a Dublín. Es uno de esos lugares donde te puedes sorprender en cualquier esquina viendo un concierto estupendo en la calle, brutalidad policial, ver caer un reloj enorme de un edificio (true story), o encontrar o perder al amor de tu vida. Es Irlanda. La magia de los Tuatha De impregna cada rincón de esta tierra.
Encantoume. É todo tan bonito… Quero volver.
Saúdos norteños :)
Me gustaMe gusta