Fui el culpable de todo, ya que fui el último con vida. O eso es lo que dijeron. En realidad no tuve nada que ver con el fracaso de la operación. Sólo era un soldadito más que acataba órdenes y que tuvo suerte de no caer en la primera oleada. Pero eso poco les importa a los altos mandos, que necesitaban un chivo expiatorio. Y como yo fui el último en caer, y el que consiguió decirles mínimamente en qué había fallado el asalto, fui elegido como responsable supremo del fracaso total de la operación. La cosa se desarrolló de esta manera. Mi unidad tenia la delirante misión mandada por un general demente de tomar cierta posición adelantada más allá del frente dentro de territorio enemigo. Comprenderéis que no dé nombres, quién sabe en qué manos parará este escrito y no quiero ser aún más responsable de cualquier filtración o error más en el presente conflicto. A fin de cuentas, uno de tantos. Se nos conminó a inflirtrarnos de noche atravesando una zona pantanosa de difícil acceso a lo largo de 10 interminables kilómetros tierra enemiga adentro que nos llevaría por detrás de un fuerte, un puesto defensivo en un altozano bien custodiado. Este, debido a sus características orográficas, era inexpugnable por su cara norte, la que nos daba al frente (amén de la inmensa llanura limpia que tenía delante, que dejaba expuestos a los soldados frente a cualquier ataque). Pero su cara sureste, la única libre, era de fácil acceso. Un rápido ascenso nos llevaría sobre la guarnición, que desprevenida, no le quedaría más que rendirse o morir. Visto en el papel parece muy sencillo, pero la realidad fue otra.
Comenzamos nuestra marcha con la noche ya sobre nosotros. Una zona pantanosa de 5’3 kilómetros se encontraba ante nosotros, allí donde el río no cabía en sí, y éramos nosotros quienes nos teníamos que comer sus limos y sus mosquitos. Al principio todo fue según lo planeado, pero claro, siempre es al principio. La cosa se empezó a torcer cuando nos encontramos con una patrulla enemiga, y tuvimos que acribillarlos cuando nos descubrieron. Ahí los planes se torcieron un poco. «Tenemos que darnos prisa», dijo mi sargento, «cuando vean que la patrulla tarda demasiado, mandarán otras patrullas y estarán alerta, y no podremos entrar». Qué perspicaz. Tuvo que hacer un cursillo de suboficiales para intuir ese tipo de cosas el muy imbécil. Algunos votaron por volver. Pero las órdenes estaban dichas, y posiblemente la retirada sería peor que seguir adelante. Eso se piensa cuando no tienes doscientos rifles apuntándote. Entonces se cambia un poco de parecer.
Por lo tanto, proseguimos adelante aumentando la marcha. Era agotador. Lo que sucedió a continuación fue fruto de la excesiva confianza de nuestro sargento sobre que aquella patrulla estaba «empezando» y no «terminando» su vuelta y que no habían avisado a su central antes de que los liquidáramos. Craso error. Contra todo pronóstico, en mitad del pantano apareció ante nosotros un campamento enemigo que no aparecía en los mapas de inteligencia. Prácticamente nos lo tropezamos. Antes de que pudiéramos reaccionar las alarmas ya habían saltado y estábamos siendo acribillados por todos los costados. ¿Quién esperaba que tuvieran una posición en medio de aquel pestilente pantano para nada estratégico? Tal vez intuyeron nuestro posible moviento. Y no es que fueran más que nosotros, pero nuestro miedo más que fundado y ahora bien probado por llevar a cabo esta misión hizo mella, y la cobardía fue plato principal. ¿Cobardía? ¡Sentido común, mi general! Pero no llegamos ni a los postres en la huida. Yo fui el que más lejos llegó, que tampoco fue mucho. Un rincón oscuro con el agua hasta la mitad del pecho bajo un árbol me valió para dejarme morir. Esta es mi declaración, aunque ya nadie pueda escucharla de mis labios. Yo, el último de los soldados, culpable y responsable total de tal devacle.
Se ha instado un Consejo de Guerra, contra mi. Todo el Estado Mayor está presente. Dicen que esta operación ha condicionado el curso de la guerra en nuestra contra. Y me han condenado a muerte. Ahora no saben qué hacer. Me ha tocado cargar con el marrón, qué se le va a hacer. Y en un acto oficial, rodeado de gran pompa y boato, y ante todo el acto mayor, me van a fusilar. Dicen que es algo simbólico, pero necesario. Así es como los hombres actúan en la guerra. Tengo ante mí los diez hombres que van a descargar sus fusiles sobre mi cuerpo. En tal escenario, con un público tan estimado, es una pena no poder «estar presente», y ver tan oneroso despliegue por mi ejecució. Sí, porque yo en realidad morí en el pantano, unos momentos después de que algunos compatriotas me encontraran y me «rescataran». Al parecer necesitaban un chivo expiatorio con urgencia, fuera el que fuera. Y por ser el último y más cobarde a la hora de morir, me tocó. En efecto, estos tan honorables caballeros van a fusilar a un muerto. Suerte en la guerra.