Era ya tarde. Bastante tarde, la verdad. Pero yo siempre he sido de esos seres más nocturnos que diurnos, y que disfruta más de la apacible y descansada noche que de madrugones vespertinos y laborales: tampoco soy muy amigo del trabajo en general. El caso es que era tarde. Y yo, sibilino y gatuno, me deslicé por el pasillo, evitando cualquier ruido mientras pasaba por delante de las habitaciónes, apenas rozando el suelo. Marcaba mis pasos de espía con una cierta musiquilla que tarareaba sordamente, dejándome fluir por los escalones hacia el piso de abajo, a la cocina. Me sentía Arsenio Lupin en uno de sus más elegantes atracos. Por supuesto, todo son fantasías, porque siempre que intento bajar esas escaleras con sigilo, a mitad del descenso uno de mis tobillos cruje, en ocasiones los dos, a veces hasta en tres ocasiones. Por fastidiar. Y esta vez no iba a ser menos: crujieron mis tobillo como acometiendo el bajo continuo de alguna obra barroca, y qué resonancia. En ese momento, desangelado, como en todas als demás ocasiones, aparto mis pretensiones de Splinter Cell, retomo el bipedismo erguido, y me dirijo como si fuese media mañana a la cocina. Toda una odisea.
Una vez alcanzo la cocina, a oscuras, me invade un dilema: ¿enciendo la luz? Obviamente, sé donde se encuentra cada cosa, y las sombras son incomparables aliadas para el acechador. Pero con luz cualquier movimiento es más cómodo. En mi cachaza me puede el aburguesamiento, y activo las luces. Ahora la veo, se encuentra delante mía, y sin redaños perpetro el delito: abro la puerta del frigorífico. Y una vez comenzada la acción no se puede dejar a medias, porque aunque el «intento» sea distinto en grado del «hecho», la falta está cometida ya de una forma u otra, y por lo tanto, más satisfactorio será si más completo el delito. Las luces y la variedad de alimentos me abruma por un momento. Pero todo ladrón de categoría tiene la disciplina suficiente para no verse sumido en un particular síndrome de Stendhal cuando entra a robar en una joyería o un museo, sabe cuál es su objetivo y va a por él como enjaezado por una jáquima con anteojeras. Y ahí está: arriba, donde el frío es tal que te vuelve nihilista es donde se encuentra, tan dulce, tan importado, tan sicalíptico. No me ando con chiquitas, no es momento de veneraciones. Agarro la caja. En efecto, sólo queda un trozo, y es mío. Saco el trozo y como el negativo de todo lo lento que fui antes al bajar subo a mi habitación, dejando el esqueleto cadaver del chocolate en forma de caja sobre la mesa de la cocina: una vez beneficiado del deceso, ¿qué importa que lo blanco sea visible? Por supuesto, cierro la puerta del frigorífico y apago la luz, que después por la mañana aparece una madre que se enfada.
Me encierro en mi cuarto, cosa, por otro lado, que nada tiene de extraño. Es un momento místico, reverencial. Entre mis manos pecadoras llace el último trozo de chocolate, ese tan delicioso que un viajero trajo del norte, y que cuya marca no existe por aquí. Me sobrecojo ante tan cardenalicio bocado. Y si no fuera por mi incipiente aunque bastante asentado ateismo, elevaría el trozo de chocolate como un suplicante mientras hago una genuflexión oratoria. Ese trozo, de apenas diez o quince gramos, de chocolate blanco con Zimnt -en cristiano, canela- en unas proporciones que rozan la perfección aritmética. Ese trozo, cuyo aroma embriaga con tan solo mirarlo. Ese trozo, que a modo de unguento sana las heridas, y ahuyenta los malos presagios. Ese trozo que es el Verbo hecho grasa de cacao, el cuerpo de Cristo amasado por artesanos-magos germanos para el gusto del resto de mortales. Ese trozo que es el Ser. No puedo esperar más, además, creo que mi emoción está provocando que mi temperatura corporal aumente y por ende en mis manos empiece a derretirse tímidamente el chocolate. Le doy al play en el reproductor del ordenador: tenía prepara música para la ocasión. Y mientras de fondo suena Dido -que hasta el aire de la habitación empalaga-, yo procedo a la ingesta. Y amigos, aquí comienza algo para lo que no hay palabras que lo describan -además, quedaría una escena muy pornográfica, así que prefiero omitirlo. Al final, mi aliento despide guirlache y algodón de azucar en todas direcciones con precisión y a distancia, y me siento invadido por una paz que sólo siente la divinidad. Y por unos segundos, el sabor permanece en mi boca.
Después el mundo vuelve a su eje, y pese a que Dido sigue sonando (aunque apenas se han reproducido veinte segundos de la primera canción), la habitación vuelve a su tono mustio y polvoriento, bibliotecario, habitual; el sabor se ha ido, y con él el último trozo de ese chocolate tan delicioso. Al final no ha sido para tanto… Qué se le va a hacer.
Siempre crujen xD
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Hola mushasho! Supongo que un post que aprecia los diminutos placeres de la vida no es el mejor lugar para comentar dudas que no vienen al caso.. Pero hasta ese punto llega mi descaro. Me vendría muy bien la opinión de un estudiante de filosofía sobre su carrera, su facultad… Verás tengo dudas respecto a cursar el grado, me apetece bastante pero por el contrario veo que puedo acabar en bragas dando vueltas por un hotel de Tokio y eso que soy un tio! No sé, me gusta la filosofía pero su casi única salida es ser profe, que no me disgusta, pero parece que me voy a encerrar en una pecera aún más pequeña… podrías decir algo al respecto??
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Hola, Señor Curioso. Mira, en primer lugar decirte que a día de hoy, cualquier carrera, a no ser que seas brillante en lo que estudies, tienes mínimas posibilidades laborales, ya seas filósofo o ingeniero. Vale, en unas hay más posibilidades que en otras, pero en el aspecto del trabajo es en lo que menos deberías fijarte.
En segundo lugar, cada cual, por norma general, hace lo que «necesita», estudia lo que «le falta» de alguna manera. Yo no tengo redaños en decir que filosofía lo estudio por terapia, es mi forma de enfrentarme a mí mismo. Pero a fin de cuentas, «Filosofía» es una carrera como cualquier otra, que te interese más o menos, la estudias, la apruebas, como podrías estudiar cualquier otra. Y es igual de sencilla de aprobar o suspender como cualquier otra, y hay profesores buenos y profesores malos igual que en cualquier otra.
La pregunta entonces es, ¿qué te apasiona, qué es lo que te va en la vida, qué es lo que te llama al estudio? A ver, esto es complicado de solucionar en un comentario, y no creo que te esté respondiendo como tú querías XD. SI quieres más charleta, lo hacemos por privado, al correo que tengo del blog.
Pero como dice un profesor mío, mírate una noche en el espejo de tu alma y pregúntate «¿Yo quiero hacer esto?» Si dudas, métete a informático XD.
Saludos.
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Sí que ha sido para tanto. Yo también lo he saboreado desde acá. A tu relato, claro.
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