Alzaron los botellines de cerveza y chocaron los cuellos de los recipientes:
– ¡Por un año más perdido en esta ciénaga reseca! – Clamó uno de ellos.
Bebieron sendos tragos y quedaron callados con los botellines agarrados colgando de sus manos entre las piernas. Pese a que el ambiente aparentaba ser festivo, se veían taciturnos: ambos miraban al suelo. Uno de ellos -el que no dijo nada en el brindis- levantó la mirada y se dirigió lentamente al otro:
– ¿Por qué has dicho eso?
– ¿El qué?
– Eso del año perdido y tal…
– Porque es lo que ha sido, igual que el año pasado, e igual que será el año que se nos echa encima. Y todos los que nos queden hasta que demos con nuestros huesos en la tierra.
Y levantó su cerveza como brindándosela al Sol, que ya se ocultaba. Mantuvo la pose durante unos segundos y bebió.
– No creo que haya sido tan pérdida -continuó su compañero-, porque hemos hecho muchas cosas, hemos trabajado mucho, y esta «ciénaga reseca» como la llamas, ya no es así, ha mejorado con creces.
– ¿De verdad lo crees? Pues yo sigo viendo el mismo pedregal infesto que veía hace un año. Eso sí, el agua se ha ido.
– No es así. Ahora se le ve mejor cara. Hemos limpiado la mayor parte del campo, el agua se ha canalizado y…
– ¡Y sin embargo en invierno se sigue inundando!
– Bueno… ten en cuenta que esto es…
– ¡Una ciénaga! Seca, sí. Pero una ciénaga a fin de cuentas. ¿O me equivoco?
– No, no te equivocas…
– Y dime, querido compañero, ¿qué más hemos hecho que tan fructífero ha sido?
– Pues… hemos limpiado la tierra, y hemos sembrado…
– Ajam… Te refieres a mi parte, si bien bastante poco se ha sacado.
– Y la mía también.
El pesimista -por llamarlo de alguna manera- miró por encima del hombro de su compañero, dirigiéndo la vista a los campos que se encontraban detrás. Tras esto, se acomodó de nuevo en su silla y miró con sorna a su amigo:
– Pues yo sólo veo mala hierba. Por más que lo has intentado, sólo ha salido mala hierba. Mientras más arrancabas, más salía. y creo recordar que al final te diste por vencido. Y no has cosechado nada. ¿Ha sido entonces este un gran año?
– ¡Podemos estar orgullosos de nuestro trabajo! Por lo menos lo hemos intentado. Si seguimos trabajando al final sonará la flauta, ya lo verás.
– Te veo muy seguro. De todas formas, tampoco se puede decir que hayamos trabajado mucho. Tal vez nos merezcamos esta mierda de cosecha, de trabajo infructuoso, de vida de mierda…
– Dilo por ti, yo estoy contento.
– No tienes razones para ello. Además, fíjate: por si fuera poco, la casa está para caerse. Tenemos que renovarla y repararla entera. ¿De verdad estás orgulloso de tu trabajo?
– Bueno, a tí no te ha ido mucho mejor, si no, recuerda esa piedra en mitad de tu campo. Ahí sigue, has intentado quiarla miles de veces, y cada vez que has estado a punto de sacarla, ella ha sido más fuerte que tú. Y ahí está, ¿y tu solución cuál ha sido? Ignorarla como si no existiera. Y molestando sigue, pero pasas de ellas.
El pesmista sonrió. Al parecer, había conseguido lo que pretendía: alterar a su compañero optimista.
– ¡Ves! ¡Lo ves! A eso me refería. Tú lo sabes, también te has dado cuenta, pero no lo quieres reconocer. Cuánto trabajo inútil… Me estás dando la razón. Por más que nos hemos esforzado en sacar este año adelante, por más que hemos trabajado -y hemos disfrutado, que todo hay que decirlo-, ¿qué conclusión sacamos? Pues que estamos igual que al principio. Y será así siempre. Por lo menos mientras sigamos haciendo lo que hacemos.
– ¿Y qué propones?
– Desaparecer.
Ambos quedaron callados. El pesimista con una media sonrisa burlona, satisfecho de sí mismo, bebiendo tragos cortos de su cerveza; el optimista con la cabeza hundida entre los hombros, toqueteando la boca de la botella con los pulgares. Ante su propia sorpresa, el optimista habló.
– ¿Entonces qué piensas hacer?
– ¿Qué quieres que haga? No lo sé con seguridad. Lo primero tal vez sea alejarme de aquí, todo lo que pueda, para descansar. No va a suponer demasiado, ya que «allá fuera» hay lo mismo que aquí. Tal vez busque entretenimientos, aficiones para despejarme la mente. Algo así.
– ¿Y después?
Hubo un breve silencio de realismo.
– Supongo que volver. Estoy atado a esta infertilidad perpetua. Y lo peor es ser consciente de ello. ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?
– Me quedaré. No tengo otros planes; no sabría qué hacer. No se me ha ocurrido pensar nada aparte de… bueno, esta ciénaga.
Volvió el silencio. La noche ya había entrado. No había luna. Y a pesar de que era verano, no se escuchaban alrededor los ruidos del campo, característicos de la época. El silencio era abrumador a las puertas de la casa, ruinosa, donde seguían sentados dos hombres, uno optimista, y otro pesimista. De nuevo, el optimista fue el primero en hablar.
– Creo que estamos diciendo muchas tonterías. Ha sido un año muy duro, y estamos cansados. No estamos mirando con perspectiva todo lo que nos ha ocurrido este año. Todo el trabajo…
– Sí, claro. Toda esta «fiesta de trabajo» nos ha confundido tanto que ahora andamos con resaca obrera -dijo el pesimista socarronamente.- Ahora toca reflexión, distanciamiento, y demás chorradas.
– Dí lo que quieras, yo sigo pensando lo mismo. Me voy a la cama. Ya hablaremos. Buenas noches.
Y el optimista, dejándo el botellín de cerveza hace mucho apurado encima de la mesa, se levantó y entró en la casa, y desapareció en la oscuridad de un recodo de pasillo. El pesimista quedó solo sentado en el porche, todavía con la cerveza en la mano. Sonrió, con intención entre la satisfacción y la suficiencia. Pero poco a poco la sonrisa se le fue borrando y quedó serio mirando al horizonte difuso que dibuja la noche. Sonreir… Aquella ciénaga… Se levantó, terminó de un sorbo la cerveza, y, dejándola encima de la mesa, imitó a su compañero y se perdió en las sombras de la casa.