Estábamos Germán y yo para despedirnos y que cada uno se fuera a su casa, en la Plaza de Abastos, cuando apareció. No le vimos llegar, estabamos más pendiente del ruido que hacía en dirección contraria el camión de la basura, que había decidido ambientar la despedida suburbana con olores, luces y sonido. Me volví, y exclamé. Habían un perro. Del tamaño de un pastor alemán, algo más grande, y con la presencia de un mastín delgado; una cara de labrador tal vez, y de color beige. Por la forma en que se paró y el semblante de su rostro, obviamente eramos un imprevisto en su camino. Al parecer un imprevisto insalvable. Nos quedamos mirándo: nosotros al perro, y él a nosotros. Vacilaba andando de lado a lado, no terminaba de atreverse a avanzar. Se movía nervioso. Tenía miedo, o más bien, era miedoso.
Nos acuclillamos, ofrecimos nuestras manos, y le llamamos como suele llamarse a un perro desconfiado. Una actitud bondadosa, al menos en apariencia, siempre atrae a los perros. Un perro, que ha sido casero antes de probar la calle, como era obvio que había sido aquel, aprecia las caricias sea de quien sea que vengan. Y titubeante, dando muchas vueltas a nuestro alrededor, terminó acudiendo a nuestras manos, aunque todavía con patente respeto. Se había olvidado de su camino, fuera el que fuera. Ese bache que se había encontrado en medio ahora parecía mucho más interesante. Y tras unos largos minutos, se dejó acariciar. De cerca, se veía aún más noble que antes: un perro fuerte, robusto, aunque algo dejado por el callejeo. Tenía heridas en las patas, tal vez de alguna pelea o accidente, o quizá de los palos de su dueño, quién sabe. Su pelo estaba limpio y suave, y cuando le pasaba la mano por los carrillos, cerraba los ojos y dejaba caer el peso de la cabeza en la mano.
Pero no podíamos quedarnos allí toda la noche con el perro (era tarde y al día siguiente había que madrugar). Y finalmente, como estaba previsto antes de la aparición, Germán y yo nos despedimos, y cada cual tiró por su camino. Y el perro quedó enmedio. En un primer momento se fue detrás de mi amigo, que se rezagó un poco «despidiéndose» del chucho. Pero, tal vez por simpatía o porque desde principio aquella era su ruta original antes del encuentro, y que de pronto recordó, terminó buscando mi sombra. Me seguía constantemente a un par de pasos de distancia; a veces me rodeaba lunarmente. Para que no desconfiara de mí, iba a su paso, y de vez en cuando paraba, me agachaba, y le llamaba para que se acercara, y acariciarle. Necesitado como estaba el perro de cariño, no dejó de seguirme, y a veces se alejaba más y otras no. Al final, prácticamente trotaba a mi vera. Y en la noche descubría las calles vacías con un fiel guardián.
Cuando ya estaba cerca de mi casa, no supe qué hacer. No sabía si dar fuelle a mi maldad y espantarlo, para que no se afincara en la puerta de mi casa; o por el contrario darle un poco más de caricia para que el callejeo se le hiciera menos pesado. Decidí darle algo de comer, ya que se le veía delgado, así que le «guié» hasta la puerta de mi casa. Dejé la puerta de la calle abierta, para que me viera y no se marchara, y mientras andaba por el pasillo miraba atrás y le llamaba, y el perro miraba dudoso el vano, no sabiéndo si entrar o quedarse en la entrada. Tampoco ayudaban mis señas, que pretendían que no entrara pero que tampoco se fuera: una tarea complicada cuando hay un abismo comunicativo. Llegué a la puerta de la cocina, cerrada, porque dentro estaba mi propio perro, durmiento. Abrí con cuidado y volví a cerrar, para que no se fuera mi perro, ya que la puerta de la calle seguía abierta. Cogí rápidamente la comida y volví a salir. Pero cuando llegué fuera, el perro ya no estaba allí. Salí aún más afuera, y me recorrí un poco la plaza de arriba a abajo, llamándolo. Pero nada, se había esfumado, volatilizado. «Para una buena acción que se me ocurre…», pensé. Y volví adentro con el pesar de no haberle dado algo de comer al pobre perro, que ahora pateaba otras calles que a saber a dónde le llevaban. De verdad, me pesó bastante.
Cerré la puerta de la calle y me dirigí a la cocina, a dejar la comida (pienso de este seco de perros), y, como era de esperar, había despertado a mi perro. Un perro viejo, tal vez demasiado ya. Suele tropezarse y caerse, o simplemente resbalarse y darse con el suelo. Le duelen los huesos, y al menor movimiento brusco, propio o provocado, chilla de dolor. Un perro pequeño, tamaño casa y familia media. Estaba dando vueltas por la cocina, sin ir a ningún lado, como ahora suele hacer: simplemente se pone a andar y a dar vueltas, y se para cuando «da» con un obstáculo, y se queda quieto mirándo a la nada. Lo paré y me senté a su lado, y como dejándose caer, por pura flojeza, se echó entre mis piernas. Acomodó la cabeza y se quedó quieto, y yo le acaricié el cuello. Así hasta que se durmió, o dejó de tener fuerzas para quejarse de mi marcha. En efecto, lo dejé en su cojín (en la cocina, que ya no tiene edad para dormir en el patio), y me fui a mi habitación, con la impresión de que esa noche, de una forma u otra, había perdido dos perros, uno en la calle, dejado a la buena ventura de la urbe; y otro en mis manos, simiente del tiempo y la vejez. Ambos seguían por ahí, pero ninguno tenía ya presencia en el mundo.
Curiosa similitud entre esta historia y mi camino de vuelta a casa la noche del sábado… No sé si hacer como tú y publicarlo en mi blog (que buena falta le hace ya una actualización) o, directamente, esperar a verte en persona y comentártelo.
Anécdotas aparte, bonita (y, a su vez, triste) reflexión.
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He leído tu blog y me gusta. Decís que tu vida es corta todavía, entonces me inclino a creer que de verdad viviste todas las anteriores.
Saludos.
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Sí, debo ser algo así como un Pitágoras sin memoria explícita. Muchas gracias por tu comentario, aunque lo considero un grave error: así me animais a seguir escribiendo, jeje.
Cuando tenga un rato, otearé tu parcela virtual. Saludos.
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