Últimamente, como se viene estilando desde hace ya mucho tiempo, se están augurando las muertes de un sinfín de particularidades culturales, digamoslo así, de occidente. Hace poco leía un artículo en el que se hablaba de la «muerte del rock», en unos términos particulares sobre los que no profundizaré; pero que la mayoría de los comentarios referentes a la fórmula «la muerte del rock» son del tipo «hace mucho que lo quieren jubilar»; «nunca acabarán con el rock»; «el rock nunca morirá»; etc. Y pese a que se preconice una y mil veces la muerte del rock desde hace veinte o treinta años, ahí sigue. Similar y más radical es el caso de la filosofía: ¡doscientos años muriéndose! Ya Hegel y lo temprano del s. XIX llegó al fin de todo pensamiento posible (filosóficamente hablando). Con todo, se puede hablar de un más que fecundo d. H. -después de Hegel-, donde no hemos catado ni de lejos el Espíritu Absoluto ni el «Fin de la Historia». Aún más, la filosofía ha crecido, se ha nutrido de los tiempos y del s. XX se puede decir que ha sido de los más productivos en materia de filosofía y pensamiento. Y aunque quieran poco a poco sacarla de las aulas, sigue adelante.
Pero lo que me trae ahora aquí es otro arte, o conocimiento, o como quierasé llamarse, que al parecer también está en crisis -como todo últimamente-, y que cientos de críticos ya la han enterrado y bien enterrado en los más hondo de las historia de la literatura. Me refiero a la poesía. Resulta que el nuevo mundo que ha aparecido, digamos desde hace veinte años, de los noventa para acá, no es un mundo de poesía. Internet, globalización, blogosfera, desensibilización -o deshumanización- del hombre, silencio del mundo, progreso, guerras, economía, crisis, Belén Esteban,… parece el abismo sobre el que siempre estuvo la poesía pero al que siempre tuvo miedo de asomarse, porque es el límite de su acción. La poesía ha perdido su función humanizadora en un mundo en el que todo va tan deprisa que los versos del más bello poema serían arrastrados por el viento en un tren de alta velocidad. ¿Poesía? Ya sólo la escriben algunos adolescentes para «enamorar» alguna muchacha; malos versos, la mayoría ripios, y de amor… si eso es poesía, es que ya no hay poesía.
Escucho estas cosas, y se me desboca el alma.
No existe una quiebra, un fin, una «muerte» de la poesía.Todo lo contrario, la poesía es ahora más necesaria que nunca, o por lo menos tanto como lo fue en el s. XIX, con los románticos, con un Lord Byron muerto por la libertad de Grecia; con un Goethe pasional y educador; con un Hölderlin, que mostraba «otro del hombre», al igual que Rimbaud, o Baudelaire, o Verlaine,… Tanto como lo fue a comienzos del s. XX, con Kavafis, o T. S. Eliot , entre muchos otros. O más cerca nos toca, y directamente sobre el tema que trato, lo que fue la poesía desarraigada española de posguerra: Dámaso Alonso, Blas de Otero, o Gabriel Celaya. Poesía social, a la altura del mundo, de los acontecimientos, y siempre actual. Recuerdo en este momento «La poesía es un arma», de Celaya:
Se dice de los poemas / que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados, / piden ser, piden ritmo, / piden ley para aquello que sienten excesivo.
Para eso está la poesía en el mundo. La poesía desgarra, y al igual que en la literatura en prosa, o en la filosofía, la ironía, el jugar con el mundo, el ser el reflejo malogrado que nos muestra lo que no somos, y reconocernos (estoy más adorniano que nunca), tal es la naturaleza de la poesía. O por lo general, lo es. O si no, ¿quién se acuerda de la poesía neoclasicista, con la blanca Filis, y con (por ejemplo) Meléndez Valdés? ¿Quién se acuerda de la poesía helenística de la decadencia de la Grecia Clásica? Nadie. Son los que abren el mundo hasta desgarrarlo con sus versos quienes calan en el corazón de los hombres.
No es una poesía gota a gota pensada. / No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Sigo a Celaya. La poesía no «tiene porqué» ser bella. Si es bella, mejor que mejor, pero eso no está -o no debería entenderse así- en su naturaleza. No es un adorno de pared, ni un color brillante para cubrir farrondones. Es un discurso completo, un arma más de quienes viven en el mundo y se paran a pensar en él. Es otra forma de estar vivo y darse a entender en la vitalidad de, no ya un mundo que sigue sus revoluciones, sino de una sociedad, un mundo humano que está en continuo cambio y movimiento.
Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural de los neutrales.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
La poesía siempre ha estado al frente -junto con otros- de lo grande que le ha pasado al hombre, y siempre ha habido un par de versos para recordar de tal o cual «revolución». Pero parece que esto a la gente ya no le importa. Por eso, quienes hacemos poesía, «debemos» sacarla de nuestras celdas conventuales y llevarla al mundo, a respirar de la viveza del hombre. Así, la poesía:
Tal es, un arma cargada de futuro expansivo con que te apunto al pecho.
Terminando, y siguiendo todavía a Celaya, nunca ha sido más necesario gritar por la calle:
¡A la calle! Que ya es hora / de pasearnos a cuerpo / y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo.
Y la poesía como estandarte.