Algo que ha caracterizado a los españoles, e internacionalmente por lo menos desde tiempos de nuestro gran Rey Planeta, Felipe II, es la sobriedad y austeridad, traducido a sequedad en el trato, en la tosquedad de las formas, en la llaneza del estilo. Esto tal vez se viera acuciado por las particularidades del catolicismo español de la contrarreforma. Pobreza de cuerpo y espíritu que es humildad; que transforman el rusticismo y la dureza de las gentes de Castilla muy cantadas por un Machado, por ejemplo. Carácter que como se ve -el s. XX está plagado de ejemplos literarios hasta los 70’s- ha perseguido al espíritu de España durante siglos. Y aunque aparentemente ya eso haya pasado, creo que sigue impreso en los hombres. Estilo castellano muy admirado por Cioran, por ejemplo, que le fascinaba el estoicismo y la aceptación de la «tragedia» por parte de los españoles; o la misma autorreflexión de los autores de la Generación del 98.
No soy de los que comparten esta opinión del «destino trágico» de España. Pienso que hay una historia que en cierta medida nos define, que no es una entelequia autolimitada. España no lleva esa dimesión definitoria de sui. Pero a veces, cuando uno mira alrededor en determinadas situaciones, existe esa tendencia de, joder, «la historia pesa», y parece que haya sido marcada a fuego en el temperamento de los hombres. Sobre todo en lo que se refiere a «castellano»: los dos tercios meridionales de la Península, lo recio de lo rústico, cultura de agricultores, de secano, acostumbrados a la miseria del «sobrevivir», los hombres que son «pardos, del coló de la tierra», como decía Chamizo. Gente marcada por ese estoicismo -que abarca todo lo mencionado al comienzo- de cuño contrarreformista, en gran parte. A veces, parece que nos creemos que el mundo es un valle de lágrimas, un lugar para sufrir antes de llegar al verdadero mundo.
Las sonrisas para las verbenas, y en casa el fuego y poco más. El silencio es un valor. El trabajo, connatural al hombre. El luto, un deber. Pensemos en La Casa de Bernarda Alba, El Árbol de la Ciencia, en Galdós, en Pardo-Bazán, en cualquiera. Un fiel retrato de esa España profunda, quien lo ha llama el Ser de España. ¿Somos así? Llevamos impreso el sello del estocismo absoluto, que cuando no está enmarcado en la fe, se vuelve catalepsia emocional. Nadeamos en la Nada. No quiero ser pesimista, pero seguimos siendo el pueblo de los hombres peleando a garrotazos de Goya. Y costará quitarnos esa figura de nuestra impronta cultural. No digo que me disguste; es más, es una «identidad» que no desdeño. Pero el mundo cambia.
Seamos orteguianos y unamunistas, africanos, pero inventores.