El Enterrador (Alegoría -anti- Metafísica)

«Eterno sino del hombre es el de enterrarse sin nunca llegar a conseguirlo. Eterno anhelo pues…» (Anónimo)

Imagínate una estepa, un campo descubierto, una era cubierta de hierba, con pocos o ningún árbol. Al fondo, las montañas. Es la pura representación de lo eterno. Es la idealidad perenne, inmovil, absoluta.

Imagínate además, en esta perfección definitiva, silenciosa, que no contiene un «poder ser», algo que rompa la paz. Un hombre en medio de la totalidad, de esa infinitud imposible.

¿Un hombre? Sí. Un representante de toda la racionalidad humana. ¿Qué hace en mitad de ese paisaje ubicuo? No es un lugar «humano», es inconmensurable, inhumano en cierto sentido.

Es un hombre con una pala, junto a un hoyo, y junto al hoyo, un gran montón de tierra. El hombre está afanado en echar tierra al hoyo, y da la impresión de llevar una vida con esa tarea.

Un hoyo en el suelo, grande, rectangular, presidido por una gran placa de mármol lacado, iridiscente. En ella hay una inscripción, que pese a lo nuevo aparente de la roca, está desgastada e ilegible, de años de exposición.

Ese hoyo es una tumba. Y el hombre se afana en reyenarla.

Dentro de la tumba hay un ataud. Sólo son cuatro tablas mal puestas, mal clavadas, podridas por la humedad y el tiempo, y los insectos. Y su inquilino… es anterior a toda historia, incluso a sí mismo. El muerto no interesa, es materia de otra existencia, el que quiso ser enterrado.

El muerto no interesa, y el hombre, que afanoso echa tierra al hoyo, ya no recuerda a quién entierra, no porqué, ya no. Ha pasado demasiado tiempo ya ha olvidado. Hubo un tiempo en que lo supo, pero ya no. Simplemente continúa el trabajo que empezó. Podría intentar leer la lápida, pero no le interesa. Sólo quiere acabar su trabajo, es lo único que le interesa: acabar lo que hace mucho empezó.

Pero tiene un problema: por más que echa tierra al hoyo, nunca se llena. Cada palada de tierra que cae al hoyo, se cuela tras la caja, por entre los recovecos y las tablas, y desaparece en el fondo.

Sólo algunos montoncitos permanecen sobre el ataud, pobre consuelo. El resto se evapora tras el agujero, y no se le vuelve a ver.

Es la tarea eterna e infecunda la que lleva el hombre. Sólo consigue cubrir una parte superficial de esa materialidad, pero no tiene éxito en la tarea autoimpuesta (u obligada, ya no recuerda). Lo que el hombre desea más que nada es mirar a su alrededor, correr por el campo, sentir la intemporalidad de la estepa, su sol, su viento, su lluvia. Pero no puede. Seguiría pensando en la tumba sin tapar, se sentiría impío. No puede olvidar a ese que fue hombre, ese que es ahora materia en descomposición.

Si no entierra a ese hombre, no podrá reconocerse, dejaría de ser hombre. Es la tarea eterna, aferrado a su materia, muerta, deseando salir corriendo, imaginando cómo sería la libertad de la estepa, elucubrando sobre sus placeres y maravillas, pero sin hacerlo.  Eterna decisión. Deseando enterrar la vida ahora muerta para alcanzar el absoluto, sin saber realmente qué pasó (pasa) con la vida.

Desear absolutos: tarea infecunda y eterna del hombre.

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