– Dios bendito del cielo, ¡ya viene!
Corrió con lo puesto, no soltó ni el periódico. Aquello era demasiado urgente como para preocuparse de lo que iba cayendo mientras galopaba por el pasillo. Adiós al jarrón de la herencia; siete años de mala suerte por parte del espejo de la entradita. Pero en ese momento todo le daba igual. Ya estaba cerca de la puerta… ¡oh! Otra contracción. Esto tenía pinta de ser peligroso. Abrió la puerta y no se detuvo a cerrarla, no era cuestión de perder el tiempo. Ya no podía más. Se sentó como pudo. No podría mover un músculo más ni aunque le obligaran. Abrió las piernas y comenzó a apretar. Todas las fibras de su cuerpo se le tensaron. Sudaba copiosamente. La cabeza, siempre es lo más difícil. Había leído algo sobre partos naturales en casa, pero ahora no tenía el cuerpo como para recordar los artículos, ni siquiera pensó en parto acuático, no había tiempo. ¡Ya está aquí! Gritó a los cuatro vientos. ¡Sal de mi cuerpo maldito parásito! Tal ira solo la podía provocar el dolor del parto. Estaba colorado. Esto era un logro de la ciencia, un avance que solo se podía dar en nuestro tiempo, un hombre dando a luz. Arañaba la cerámica de las paredes. Aquello era insoportable. Pedía por favor que se acabara pronto. No estaba seguro de que sus fuerzas duraran mucho más. Apretó un poco más. ¡Ya queda menos! Y… ¡pluc! Ya… Soltó un suspiro enorme, de esos que destilan tranquilidad y placer después de un trabajo bien hecho. Cogió el periódico y se puso a leer. Desde el pasillo una voz habló:
– Cariño, acuérdate de tirar de la cadena…